El Metrobús está lleno a esta hora. A empujones, me abro paso entre la muchedumbre y apenas logro colarme a su interior. La puerta cierra tras de mí, como dice el bolero, y otros se quedan en el andén con las ganas subirse al que quizá sea el penúltimo transporte.
Tras ingresar, debo afirmarme para evitar ser aplastado. Después de un rato todos tomamos un lugar del mismo modo en que las partículas de una mezcla heterogénea se sedimentan después de una fuerte sacudida. En la parte que une los dos carros hay un hombre. Es un mendigo. Anuncia su condición su barba abundante y desarreglada, así como su hedor y unas grandes bolsas negras en las que tal vez lleva botellas de plástico o latas. Nadie lo mira, de hecho, nadie se mira entre sí, a pesar de viajar tan cerca. La mirada intimida, desafía, sobre todo si es al rostro. El hombre trata de abrirse paso para salir y lo consigue casi sin esfuerzo, pues, mientras se mueve la hediondez, se activa e inunda el vagón. Al fin logra salir y la gente que se queda se tapa la nariz sin poder evitar el asco. La penetrante pestilencia permanece durante algunas estaciones dentro de la unidad.
Pienso en ese hombre y pienso en mi, inevitablemente. De algún extraño modo me atrae la debilidad humana, quizá porque en la debilidad de los demás veo la mía. Nadie sabe la historia de este mendigo, desconocemos qué ha tenido que pasar en su vida para terminar así, harapiento, desaliñado, hediondo. Su drama es seguramente más grande de lo que alcanzamos a ver en ese breve instante. Imagino que tiene hambre y que tal vez no tenga, como yo, un lugar dónde dormir seguro.
Nos movemos con tanta petulancia, con tanta arrogancia, que el otro nos es indiferente, que su necesidad no nos toca, por eso ante su debilidad lo único que hacemos es taparnos la nariz, cuando muchas veces somos, como dice el Evangelio, sepulcros blanqueados.