Uno es ese destino que penetra
la piel de Dios a veces,
y se confunde en todo y se dispersa.
Uno es el agua de la sed que tiene,
el silencio que calla nuestra lengua,
el pan, la sal, y la amorosa urgencia
de aire movido en cada célula.
Uno es el hombre —lo han llamado hombre—
que lo ve todo abierto, y calla, y entra.
¿Cuál es esa piel de Dios que el hombre, a veces, penetra?
Quién sabe en qué estaría pensando Sabines.
¿Acaso en el punto de contacto de la pureza de Dios con el mundo creado (ese espacio, por decirlo a modo platónico, del Demiurgo)?
¿Quizás querría decir que el hombre en el mundo no es sino piel de Dios en tanto que hace contacto?
¿O al estilo panteísta, que el hombre es él mismo parte de ese Dios? Pues se confunde en todo y se dispersa, podría decirse que así lo entendía.
En cualquier caso, la expresión es sugestiva: el hombre es un
…destino que
penetra la piel de Dios…
Destino es aquello hacia donde se va. Y carga normalmente el carácter de inevitable: inevitablemente el hombre penetra en la piel de Dios, le toca –es tocado–.
También afirma el poeta que uno
se confunde en todo y se dispersa.
Complicado verso, pues uno piensa que es el “yo” la idea más clara y distinta que podemos poseer, justo cuando se ha podido discriminar todo lo “no claro ni distinto”.
Salvando lo anterior, algo de cierto tiene la expresión: no es uno sólo pensamiento, y viviendo a veces quedamos confundidos entre mil cosas, y dispersos.
A veces en la piel de Dios, como aquel penetrante destino; muchas veces no obstante confundidos en todo –en cualquier cosa– y dispersos.
Uno es el agua de la sed que tiene.
De ningún otro ser puede decirse como del hombre que es el agua de la sed que tiene.
Habría de precisar en qué sentido: no es que él se dé a sí mismo el agua que necesita, sino más bien que necesita ser aquello que está llamado a ser, según la expresión de Píndaro.
¿Y si uno no llega a ser eso que está llamado a ser, mediante su ser? Más que ambigua, esta pregunta es penetrante: lo que en el fondo uno es, es aquello que uno está llamado a ser… y siempre queda en cierto sentido, en suspenso. Es decir, uno es sed. Incluso uno es sed más que agua.
En efecto, por fuerte y contundente que sea nuestra voz, uno es
El silencio que calla nuestra lengua.
Hay un punto siempre impronunciable, porque no se sabe, no se alcanza, no se dispone. Un misterio al que se accede en
el pan, la sal, y la amorosa urgencia
de aire movido en cada célula.
Uno está entre la inmanencia y la trascendencia.
Desde allí, uno
lo ve todo abierto, y calla, y entra.