El humanismo es una práctica personal, una mirada particular sobre el mundo y que ante todo implica por necesidad colocar en el centro de las reflexiones y las acciones al ser humano, es decir, a la persona. Ser humanista es sobre todo experimentar un gran amor por los demás, sentir un llamado interior de colaboración constante para el beneficio de todos. Digo estas cosas para que quede claro lo siguiente: el humanismo es primeramente una disposición de cara al mundo, una ética y después es que evoluciona en formas teóricas que adquieren matices propios. En un mundo de cínicos, como en el que vivimos, es fundamental ser sumamente claro en esto, aunque pueda provocar mal disimuladas risas entre los que escuchan. Ser un auténtico humanista es haber sido tocado por las fuerzas de la vida. Siempre es conveniente insistir: si no existe un basamento moral sólido, todo lo demás, es decir, lo que se dice y argumenta, no es sino un conjunto de palabras que, como lo anticipó el ya aludido Nietzsche, nada dicen: son ruido y nada más.
No se puede ser humanista de salón. No se puede, sin menoscabo de la credibilidad personal, invocar los altos valores del espíritu de la cultura occidental y después actuar como un energúmeno individualista sin más preocupación que la defensa iracunda del interés propio. No somos agentes del lucro atrapados en una invisible cadena de hiperconsumo, sino personas, criaturas vivas y sintientes capaces de reconocer y crear la belleza, criaturas capaces de resistir dignamente de cara a las adversidades de la vida y el abuso de los sátrapas; somos seres que, sobre todo, aspiran a alcanzar y defender la libertad. Somos criaturas que existen, que salen de sí, que se proyectan hacia la vida con una vocación de sentido que no existe en ninguna otra especie animal del planeta; uno va caminando por una calle y de pronto se detiene, levanta la cabeza y la gira para contemplar los edificios de la ciudad y ahí descubre una multitud de formas civilizatorias que nos hablan de una intencionalidad humana. Me gusta decirles a mis alumnos que uno no necesita ir muy lejos para toparse con los sueños del hombre: nos rodean por todas partes. La sociedad es siempre la suma de los sueños (y las pesadillas) de todos.
Para llegar a todas estas conclusiones es necesario un conocimiento de nuestro mundo interior y un deseo de separarnos de nuestras reacciones animales para revestir de humanidad, es decir, de empatía y solidaridad, nuestra conducta. La base del humanismo no es la teoría o la mera idea, sino la práctica asumida y encarnada en un alguien histórico que actualiza críticamente dichos ideales. Esto diferencia al humanismo de las ideologías, que son siempre incapaces de ejercer la autocrítica y que poseen un carácter esencialmente discriminatorio: si no estás conmigo estás contra mí. La ideología es una receta unívoca que se propone como solución de los múltiples problemas que enfrenta la humanidad; como se sabe, es imposible que un sistema teórico abarque la pluralidad y complejidad de la experiencia humana. ¿Qué es, pues, lo que practica el humanismo? Bueno, hay que considerar que parte de algo inmutable: la conciencia del mundo es la conciencia de los hombres. Mientras haya personas en el mundo, el humanismo resultará pertinente; por ejemplo, hoy enfrentamos un problema enorme, el cambio climático. Se trata de una realidad que en el siglo XVIII no tenía ninguna importancia. Mañana o pasado vendrán otros problemas que las personas que habiten el planeta en dicho momento se verán en la necesidad de resolver; si lo hacen apelando a la centralidad de su condición humana, entonces con toda seguridad no intentarán zanjar sus problemas haciendo algo inconveniente para nuestra especie. No se cura una migraña con un descabezamiento.
El humanismo es por naturaleza abierto al tiempo, es hijo de la historia de occidente y reconoce que su vocación es la de proyectar hacia el futuro la sombra benefactora de un bien perfectible, un bien que precisa del concurso de todas las voces que estén dispuestas, despojadas de la mezquindad y el rencor, a aportar su experiencia a esta casa común que vamos construyendo. Por eso los grandes enemigos del humanismo son siempre las obsesiones fascistas por excelencia: el racismo, el nacionalismo, la xenofobia, la discriminación efectiva por motivos de preferencia sexual, religión o filiación política, entre muchas otras lacras que atentan contra la libertad personal.
El humanismo no tiene más armas que las de la razón dialogante. No se trata de una razón rígida, que siempre es una ficción creada por los déspotas, sino una razón a lo Habermas y Apel, una razón que dista mucho de ser el escalpelo que corta, el martillo que pulveriza, el arma que impone la paz con la violencia. La razón humanista es analógica porque entiende que la discusión debe por fuerza reconocer comuniones y divergencias que, además, no deberían tratar de esconderse, sino que deben reconocerse con vehemencia como parte de todo diálogo que apueste por una mínima honestidad: no quiero que seas como yo si tú no quieres, quiero que seas como eres tú y que a pesar de eso yo pueda vivir contigo. Es una absoluta utopía cuando no una abierta estupidez aspirar a estar todos completamente de acuerdo para poder convivir en santa paz; en lo que tenemos que estar de acuerdo es en la imposibilidad de colonizar conciencias: estamos obligados a la conciliación precisamente porque nuestras miradas y perspectivas son múltiples; en lo que tenemos que estar de acuerdo es precisamente en eso que los materialistas desdeñan: en el espíritu humano, que nos concierne a todos, independientemente de nuestras particularidades accidentales.
Lejos de ser una “filosofía superada”, el humanismo tiene no solo la pertinencia, sino el potencial de auxiliarnos en estas horas oscuras que atravesamos. Como académico no puedo mantenerme al margen, no puedo mirar para otro lado mientras una creciente ola de salvajismo se apodera de los medios de comunicación global para difundir su veneno. No es casualidad que estos canallas sean más exitosos entre los más jóvenes; al abrirse a la vida, los muchachos poseen el anhelo de construir grandes cosas, pero nuestra era les ha cerrado esta puerta, les ha dicho que los valores, el sentido y la verdad no son sino palabras vacías que nada dicen. Los hemos condenados, por acción o por omisión, a una era sin esperanza: quien mata un sueño no mata un cuerpo, mata un alma.
Promover un giro humanista en la educación, en la práctica política y en la discusión pública es un imperativo que clama al cielo. Es la hora.
[1] Insertar nota sobre el concepto de hospitalidad de Derrida.
[2] Insertar nota
Imprescindibles artículos como este…gracias por hacerlo accesible!!!
Me gustaMe gusta
Saludos, Ana. Es usted muy amable. Le agradezco su lectura y su comentario.
Me gustaMe gusta