Cuida de tus palabras para que cuides de tu alma. No las malgastes, no hagas de ellas un arma arrojadiza, un caldo venenoso, una forma más de la violencia. Cuida de ellas porque en ello va la vida, que es la conciencia y el espíritu; no las dejes nunca a la intemperie, no dejes que las corrompa el paso de lo cotidiano, no las limites a ser un puñado de huérfanas desaliñadas y hambrientas. Cuida de tus palabras con inteligencia y cuidado, como se cuida a un hijo o una planta. Entiende que las palabras son también algo vivo y que, como todo lo vivo, pueden morir para siempre en cualquier momento. Cuando mueren las palabras muere el sentido, y eso es una tragedia universal.
Seguro que a más de alguno le ha de parecer una exageración todo esto que digo. Vivimos en un mundo en que el respeto es cosa poco común y aun un signo de conservadurismo o franca estupidez. No lo creo. Quiero decir, no lo acepto. No estoy hablando aquí de envaramiento o del uso tieso de ciertas formas de expresión más muertas que vivas, no. Hablo de saber que somos seres trascendentes y que una de las formas más visibles e inmediatas de esa trascendencia es la palabra, que es pensamiento y encuentro con los demás. Sé en tus palabras y sé como quieras ser, procurando que ese ser tuyo no sea ni limitación ni ofensa para nadie.
Creo que el amor a las palabras es reverencia cercana, respeto y uso, rito y celebración festiva a un tiempo. Hay personas que usan palabras para comunicarse; otros, los pocos, las usan para ser: es como si se materializaran de pronto frente a nosotros cuando hablan, como si algo verdaderamente humano sucediera frente a nuestras narices y no nos quedara más remedio que estremecernos ante el milagro. El poder de las palabras va mucho más allá de lo que pueda apuntar en esta simple nota.
Todos podemos hacer algo, todos podemos comenzar hoy mismo atendiendo un asunto tan esencial y tan delicado. Nos va la vida en ello. Podemos, por ejemplo, renunciar a la queja vacía, hecha por aburrimiento más que por verdadero afán de denuncia; podemos también mandar a la basura la burla ácida, la ofensa, las palabras que hieden y lastiman. Podemos hacer algo genial: entender que las cosas van en su sitio, que hay una esfera pública y otra privada y que el encuentro arbitrario de estas dos realidades de la persona puede resultar desastroso. A lo mejor suena paradójico, porque hasta aquí he hablado de palabras, pero creo que si queremos valorar el lenguaje debemos comenzar por la práctica más sencilla del silencio que, como bien supo entender Sor Juana, “no siempre es un no decir nada”.
El amor a las palabras es hijo de la pasión y la inteligencia. Uno puede construir su vida en torno a esta simple idea, la de ser verdaderamente humano en lo más humano, es decir, lo más pasajero e inmortal, que son todos los frutos de nuestra lengua.
Las cosas siempre se pueden decir mejor, pero hay que empezar en algún momento, en alguna parte. Recordémoslo hoy.