“Despiértate tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14). Partiendo de esta citación de la Carta a los Efesios, san Agustín afirma un hecho contundente: “Estarías muerto por siempre, si él no hubiese nacido en el tiempo” (Disc. 185,1). ¿Qué es, entonces, celebrar el nacimiento del Señor sino celebrar el nacimiento de la Vida, de la Verdad que brota de la tierra y que nos ha arrebatado de las garras de la muerte? (Cfr. Sal 85, 12)
Con su vida a tomado de nuestra mano la copa embriagadora que nos había emborrachado de ira (Cfr. Is 52,22), abrazó nuestra condición de mendicantes de sentido poniendo su morada entre nosotros (Cfr. Jn 1, 14), y de esta forma es que podemos descansar de nuestro yugo que laceraba mas que nuestra piel, lo profundo del corazón, porque hemos descubierto la humanidad de la verdad, la Verdad del amor: “Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre” (Tt 3, 4); y de esta forma que quienes hemos gozado de la alegría del Evangelio hecho carne, experimentamos el renacer en la alegría en medio de las vicisitudes de nuestras situaciones limites, porque conocemos al Dios-Hombre, hecho niño, fragilidad por nosotros, hecho ternura por nosotros, porque exultaba de amor por poder estar en medio de nosotros (Cfr. Evangelio gaudium, 4).
¡Gesto incomprensible! ¡El Todopoderoso asume la condición de debilidad! Cómo no postrarse de rodillas ante tal negación de sí, ante tal desprendimiento y abnegación de la condición divina, “la Verdad que contiene al mundo ha brotado de la tierra para que la lleven manos de mujer. La Verdad que alimenta de forma incorruptible la bienaventuranza de los ángeles ha brotado de la tierra para ser amamantada por pechos de carne. La Verdad a la que no le basta el cielo ha brotado de la tierra para ser puesta en un pesebre. ¿En bien de quién vino con tanta humildad Excelencia tan grande?” (Disc. 185, 1), ¡en bien nuestro! Para que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10,10), para que todos aquellos que duermen en el sopor de la desesperanza y en las tierras del abandono comprendan que “no te llamarán más ya la ‘Desamparada’, ni se llamará tu tierra ‘Desolada’, sino que te llamarán a ti ‘Mi complacida’ y a tu tierra ‘Desposada’, porque en ti se complacerá Yahvé, y tu tierra tendrá esposo” (Is 62, 4).
¡Alegrémonos! Porque hemos llegado a la plenitud del tiempo (Cfr. Gal 4,4), ya ha despuntado el retoño del tronco de Jesé. La muerte que entró en el mundo por el pecado y que partía por la mitad el ser del hombre a diferencia de cómo Dios lo había concebido, solo podía ser restaurada por Dios mismo (Cfr. Von Balthasar, La teología de los tres días). No vayamos atraídos por el falso destello del sentido comercial que buscan esconder el misterio de la humildad de Dios, más bien pidamos por una mirada larga que nos ayude a traspasar las fachadas de lo superficial hasta encontrar detrás de ellas al niño en el establo de Belén, para descubrir así la verdadera alegría y la verdadera luz (Cfr. Benedicto XVI, Solemnidad de la Natividad del Señor, 24.12.11).
“Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido” (Benedicto XVI, Solemnidad de la Natividad del Señor, 24.12.11)
¡Feliz Navidad!
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