La Sagrada Familia

Que la palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza. El tiempo santo de la Navidad nos hace experimentar el júbilo de la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros. Reconstruimos con la imaginación los episodios conmovedores de su presencia entre nosotros, y lo acogemos espiritualmente en nuestros hogares. Dios se preparó una casa en la descendencia de David. Un índice privilegiado del compromiso de Dios de permanecer con su pueblo era el templo de Jerusalén. Salomón, hijo de David, lo levantó para que las promesas de Dios se cumplieran. Y por él suspiraban los corazones piadosos de Israel, anhelando sus atrios en las peregrinaciones o dirigiendo con nostalgia su pensamiento en tiempos de destierro. Ellos querían llegar a las moradas de Dios. Nosotros contemplamos sorprendidos que el Hijo de Dios ha hecho suyas las moradas de los hombres. La nueva familia, el nuevo hogar, surge posible por la encarnación del Hijo de Dios.

La celebración de la Sagrada Familia nos mueve a pensar en primer lugar en aquel discreto hogar de Nazaret, en Galilea. Ahí se pudo instalar, finalmente, san José con el niño y su madre, después de haberse refugiado en Egipto ante la amenaza de Herodes. Pero eso nos remonta a episodios anteriores. San José había acudido a Belén a empadronarse, por ser de ahí la casa de David. Y después había partido a Egipto. La conformación de una familia había conocido vicisitudes históricas. El hogar no consiste en una estabilidad local, sino en las relaciones de cariño y protección que los miembros de la familia establecen entre ellos, y que a veces conocen dificultades y peligros, que pueden convertirlos en extranjeros, que pueden llevarlos a las fronteras, que cumplirán los desplazamientos piadosos de la propia cultura y que representarán, en última instancia, la intimidad interpersonal a la que el ser humano está llamado como imagen y semejanza de Dios, comunión vital del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El Hijo de Dios habitando entre nosotros es la escuela para crear los vínculos humanos que nos realizan. El respeto, el amor, la obediencia, la condescendencia son descritas por san Pablo como virtudes domésticas que han de cultivar los discípulos de Cristo, llamados a hacer y decir todo en el nombre del Señor Jesús, dándole gracias a Dios Padre, por medio de Cristo. La alabanza continua no se cumple exclusivamente en el templo, sino antes en los ámbitos donde se desarrolla la vida cotidiana entre padres e hijos, esposos y hermanos. La solicitud de san José, en particular, protegiendo y velando por los tesoros de Dios que le fueron confiados, es referente precioso del cuidado que todos estamos llamados a tener unos de otros, especialmente de los más frágiles de nuestras propias familias. Es el acto que hace de la familia comunidad religiosa, auténtica iglesia doméstica. La actitud de José no ha de ser exclusiva de los padres de familia. La vigilancia, la atención, el respaldo cálido, el amor son disposiciones y conductas que se extienden a todos los que se relacionan en el hogar, y el punto de partida para articular los más amplios niveles de la vida social. Conscientes de la consagración bautismal, todos somos invitados al amor, la compasión, la magnanimidad, la humildad, la afabilidad, la paciencia y el perdón.

La antigua sabiduría de Israel nos remonta a otra variable familiar destacada: el cuidado entre las diversas generaciones. Al cuidado del pequeño que reconocimos en san José se le añade la responsabilidad de honrar a los propios padres, particularmente cuando llega la ancianidad. El Sirácide rinde homenaje reiterado a quien honra a su padre, y recomienda particularmente la veneración cuando envejezca: Hijo, cuida de tu padre en la vejez y en su vida no le causes tristeza; aunque chochee, ten paciencia con él y no lo menosprecies por estar tú en pleno vigor. Un auténtico acto de culto se rinde al Creador cuando atendemos con delicadeza a nuestros mayores. El nivel humano de las sociedades se reconoce, sin duda, en el modo como se hace cargo de sus miembros más vulnerables.

Que la palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza. Que habite entre nosotros, enseñándonos a ser familia. Si él mismo se hizo pequeño y quiso depender de María y de José, fue para indicarnos también que ahí donde se encuentra la fragilidad, Dios mismo nos está interpelando y llamando. Lo que le hacemos al más débil a Él se lo hacemos. La encarnación nos mueve a la responsabilidad, al afecto y al respeto. Al cumplir su misión, Cristo en persona se hizo cargo de las dolencias de toda la humanidad, llevándolas sobre sí en su pasión. No fue sino el acto más fecundo de toda paternidad y familiaridad, a través del cual todos los seres humanos quedamos constituidos auténticamente en hermanos, hijos del mismo Padre e integrados en la comunión del Espíritu, como familia de Dios. Por nuestras familias, por la Iglesia, por la sociedad, por la humanidad, pedimos a la Sagrada Familia que se reproduzcan en nosotros la belleza de su amor, de su mutuo apoyo y de la alegría de convivir. Jesús, José y María, sed la salvación de nuestras familias.


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