¿Cómo hablar de Dios sin recurrir a una metáfora? Me parece que no es posible, que lo infinito, lo eternamente bueno y bello, no cabe en este recurso tan limitado como es la palabra humana. Sin embargo no renuncio, pues sé perfectamente bien que sabes bien a qué me refiero cuando menciono el nombre de Aquél que nos ha creado, nos ha dado un corazón y un destino que espera ser vivido.
Las personas buscamos, como dice San Agustín, el reposo, el descanso de nuestras aspiraciones terrenales y por ello elevamos la mirada al cielo, sobre todo en los momentos de tribulación. Ahora bien, la verdad es que no todas las personas creen en un Dios creador y/o personal; hay quienes pasan olímpicamente de ello y se concentran en ese tiempo que tienen para vivir (y que suponen, desde luego, será largo), para tratar de gozarlo al máximo. Lo diré de una buena vez y bien claro: creo que no es un requisito indispensable el tener fe en Dios para ser una buena persona, pero tampoco el no tenerla. Sin embargo, en este libro he tratado de ensayar sobre la autorrealización de la persona, la cual tiene, desde mi perspectiva, como experiencia máxima la de la identificación plena con la energía divina. Se trata de un encuentro con el Amor y a ello yo le llamo el triunfo de la existencia.
A Dios lo conocemos por lo que vemos, porque Él es invisible. Lo que conocemos es el mundo y los seres que lo habitan, entre ellos nuestros hermanos los seres humanos. Vivimos en sociedad y en ella tenemos un compromiso elevado, el de aportar para que los otros, sobre todo los más pequeños, tengan una vida mejor que la nuestra. Al mismo tiempo, los demás han de ser una inagotable fuente de dicha; como he mencionado aquí antes, el servicio posee la virtud de enriquecernos a todos tanto como a la comunidad que somos.
Un aspecto fundamental en mi propuesta de desarrollo humano es el del dinamismo entre la persona y el grupo al que pertenece; de la abundancia interior sobreviene la armonía y el encuentro de los semejantes, aun en la diferencia. Personas intelectual y espiritualmente robustas conforman necesariamente sociedades con futuro.
De la cuna a la tumba es, como se dice coloquialmente, una escuela. El desarrollo de la persona consiste en aprender a ser y amar; aun más, a convertirse en la forma visible del amor, en un testimonio irrefutable del bien supremo. La persona debe vivir en evolución constante, abriéndose siempre al misterio de la vida; en su camino de ascenso los problemas y dolores, lejos de ser el obstáculo definitivo, son el acicate que estimula y templa, que purifica y desviste de lo vano a aquellos espíritus comprometidos con su cumplimiento.
Existen imágenes que nos ayudan a entender la experiencia de la vida, como la del laberinto, que no es otra cosa que el viaje al centro de nosotros mismos; ahí tenemos que vérnoslas con nuestra propia soledad y también con ese monstruo con cabeza de toro: el demonio de nuestra inconsciencia. Nadie podrá acompañarte en el viaje, pues el héroe siempre viaja solo. Te acompañará, acaso, la convicción, la fe y el recuerdo de los que esperan tu retorno. Sin embargo, el que regresará no será el que partió: en el centro del laberinto habrá ocurrido, impalpable como un relámpago, el sublime acto de la metamorfosis.
La casa del alma es de un linaje inmortal. A ella te une un origen y un deseo; todos los esfuerzos de la jornada son gracias a esa sed que llevas en la boca y que te quema; tus pasos desean pisar nuevamente el suelo de la patria de la que algún día salieron. Todo esfuerzo por crecer, por superar crisis y apurar nuestros pasos apunta a esa dirección: la casa de un ser sin tiempo. El vivir es un lento retorno.
En la medida en que nuestra vivencia del amor se fortalezca seremos también más humanos. Sabremos practicar el arte de la ternura a plena luz del día, daremos a cada quien lo justo, protegeremos a los débiles, daremos sin esperar nada, trabajaremos por el placer de hacer equipo y uniremos nuestras manos con las de aquellos que vendrán a poblar nuestra tierra sagrada. Creo en ello con fervor y devoción, y es mi deseo poder transmitir con estas humildes palabras mi pasión por la vida a plenitud.
Soy un constructor de utopías y creo que hoy más que nunca debemos renunciar al desgano, la apatía y el cinismo que nos ha sido impuesto por quienes se benefician de nuestra melancolía. No hay ningún determinismo que nos ate a lo que somos, a lo que creemos ser; estoy convencido, porque lo he visto con mis propios ojos, que somos seres enteramente libres, hechos además con una vocación de cambio, transformación y lucha que nos hace únicos en esta tierra.
Cada mañana me levanto y le pregunto a Dios si estaré a la altura del compromiso, y ese silencio tan lleno de significado que me rodea me parece confirmar que sí, que delante de mí se abre una nueva página, una nueva oportunidad para amar y construir -con el auxilio de mis hermanos en la vida- las frases que harán de ese silencio el escenario perfecto para nuestro diálogo de paz y esperanza. El poeta texcocano Netzahualcóyotl dice en un poema que leí de niño: “No para siempre en la tierra, sólo un poco aquí.” Conviene, pues, no olvidar que sólo un poco aquí estaremos y que a ti y a mí nos espera nuestro verdadero hogar allá, más allá de todos los cielos. Digamos entonces con Virgilio Ad astra[1] y empecemos ahora mismo el viaje hacia ese sitio en el que nadie muere y donde el miedo ya se ha disipado para siempre.
[1] Hasta las estrellas. Se trata de un verso de Virgilio.