Como muchos de mis lectores sabrán, yo vivo en Argentina, país latinoamericano que ha comenzado a tomar medidas preventivas drásticas desde hace seis días, antes de que la cantidad de fallecidos por COVID-19 pasara de cuatro. Una medida que ha sido vista por la prensa y por autoridades sanitarias como muy correcta y prudente, en comparación con algunos países europeos como Italia y España. Países como Italia recién comenzaron a tomar este tipo de medidas cuando el coronavirus había matado ya a unas seiscientas personas, y hoy vemos las consecuencias devastadoras de esa tardía medida.
Unos de los problemas principales que enfrentan las autoridades argentinas al día de hoy es la desobediencia de la gente común, no afectada por un trabajo relacionado a mantener el funcionamiento de los servicios básicos, a quedarse en sus casas a cumplir el «aislamiento social preventivo y obligatorio», como se lo ha llamado. Ha habido más de dos mil detenciones, informan los periódicos, en todo el país por parte de la fuerza pública de personas que incumplían el confinamiento decretado por el Poder ejecutivo. En mi opinión, en la sociedad materialista en la que vivimos, la mayoría de la gente no cree en aquello que no ve. Es cierto que un virus es algo físico y observable con un microscopio adecuado, pero fuera de un laboratorio la realidad es que no lo vemos, es más, aunque se nos pegue a la piel, tampoco lo «tocamos», por lo que la mayoría de los seres humanos (no sólo en Argentina) sencillamente descree de que nos estemos enfrentando a algo serio y grave, y por ende, desatiende y viola las normas.

Con mi familia intentamos cumplir a rajatabla el pedido del Presidente y de las autoridades sanitarias, pero es cierto que hay familias que lo tienen muy difícil, ya sea por que si no salen a trabajar no comen, ya sea por que viven en un departamento muy pequeño con más de dos hijos. El gobierno nacional está pensando también en estos casos y está tomando medidas económicas para aliviar la crisis financiera y laboral que esta pandemia está produciéndo en los ciudadanos, especialmente entre las clases bajas y más vulnerables, pero satisfacer a estos grupos sociales sigue siendo un reto que a las autoridades les sigue costando trabajo resolver.
Por otra parte, una frase que vengo escuchando repetidamente estos días es que el mundo no será igual después de esta pandemia. En mi humilde opinión, el COVID-19 no cambiará de modo trascendental la manera de vivir de los seres humanos. Y mi argumento al respecto es que el corazón del hombre no cambia (y no ha cambiado) con catástrofes o situaciones límite. Pues, continúo con mi argumento, para que el mundo cambie efectivamente lo que se tiene que transformar es el corazón de la persona. Y el corazón de la persona no lo transforma algo sino alguien.
Puedo citar muchísimos ejemplos, pero para no extenderme demasiado baste solo con citar la Segunda Guerra Mundial o Auschwitz. ¿Ha cambiado realmente el mundo después de estas catástrofes? No voy a negar que la política y los políticos no hayan inaugurado nuevas estrategias y metodologías para intentar que no vuelvan a ocurrir estas guerras y acontecimientos. Pero, desde mi punto de vista, se trata de cambios superfluos y epidérmicos, que no van (porque no pueden) al fonde del asunto. Ninguna ideología política puede hacer más bueno al hombre. Ninguna utopía política (comunismos, cientificismos, liberalismos) ha transformado la esencia de lo que signfica ser humanos. La bondad no se puede sintetizar en una ideología o programa democrático. Las democracias actuales tienen iguales y parecidos defectos que los más antiguos o presentes totalitarismos.
Nuevamente digo, para que se me entienda, que no hay que despreciar el esfuerzo de los políticos, pero lamentablemente la política por sí misma no alcanza. Por eso siempre deberán convivir en nuestras más adelantadas sociedades y estados modernos relatos trascendentes que le den al hombre una esperanza que estén a la altura de su deseo de infinito. Que estén a la altura del anhelo que late en lo profundo de ser. Se podrán, en este sentido, replantear las relaciones de la religión con el estado, pero para que haya lugar para los dos; no para que uno anule al otro, o viceversa.
En resumen, el cambio radical que necesita el hombre, la transformación que toda persona anhela no vendrá de las consecuencias indeseadas de una pandemia, o de una guerra, o de una catástrofe a modo de programa político. El cambio que necesita el ser humano nunca surgirá del mismo hombre. O vendrá de afuera de él o no vendrá nunca.
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