Revestidos de dignidad y custodiados por la esperanza

En estos días en que hay tantísimas personas afectadas por el «coronavírus» en casi todos los lugares del mundo, el sistema sanitario se ha visto «desbordado» de repente. Según pasan los días y hay más y más personas enfermando, se van actualizando los protocolos para atender a aquellos que lo requieren y hace ya algunos días (al menos en España) en esos protocolos se nombra el «valor social» de las vidas de las personas, para priorizar, llegado el caso (y sin lugar a dudas, ya ha llegado hace días) a quién tratar con más ahínco y a quién no, a quién hospitalizar y a quién no, a quién poner un respirador y a quién no. Me pregunto: ¿Qué valor social tiene una vida? Y la respuesta que le doy a esa pregunta que me hago es «ninguno». Pues no somos algo, no somos cosas, como para tener un valor, un precio. El valor no es social, es un valor es un sí mismo, pues cada vida es un fin, y no se puede comparar con nadie más, ni baremar en función de un «valor social». Eso es un pensamiento utilitario, materialista, de la vida, de las relaciones y, sobretodo, de las personas.

Digamos la verdad, es tiempo de franqueza absoluta: que los medios no son suficientes (por el motivo que sea), que la gestión es la que es (mejor o peor), que «nos ha pillado el toro» y no llegamos a todos…..pero por favor, no digamos nunca que unas vidas tienen más derecho a vivir que otras, que tienen más valor que otras, más sentido que otras.

Me niego a que se ponga valor a cualquier vida, a no ser que ese valor sea todo el del mundo, pero nunca menos. Sin comparar unos con otros, pues no se puede comparar algo que no admite comparación.

Ser persona es ser digno. Desde que una vida existe, desde que somos concebidos, somos «revestidos» de dignidad. Es por ello, por esa dignidad, que la vida de cada persona es inviolable, irrepetible, «sagrada», única. La mía y la de todos.

Prefiero ver en cada persona, y en mí misma, que somos dignos desde el início de nuestra existencia, durante toda ella y hasta el final. Porque no «se tiene» (más o menos) dignidad, sino que se «es digno» y eso no dependende de la mirada social o personal que tengamos sobre los demás.

El problema, a mi modo de ver, es que ese significado original de «dignidad» se ha ido «mancillando» (como tantas otras cosas) utilizando este término como sinónimo de otras palabras y que «bareman» el nivel de dignidad de alguien según sus méritos, sus comportamientos, sus cargos de cara a la sociedad, las capacidades y tantas otras cosas, como si la dignidad fuera algo «sobrevenido». Para mí, ese uso de dignidad es peligrosísimo y eso es lo que está ocurriendo ahora, de manera patente, y sutilmente, desde hace mucho.

No quitamos ni ponemos dignidad a nadie, no aumentamos ni disminuímos dignidad a nadie. Lo que hacemos es proteger y cuidar nuestra dignidad y la de los demás o atacarla, mancillarla, vulnerarla.

En estas semanas, intuyo que habrá muchos que estarán asustados por lo que está ocurriendo. Habrá muchos que estarán hospitalizados a la espera de curarse y hay muchas personas que estarán muriéndose. Para estas personas y sus familiares, el tiempo cobra un significado casi sagrado, o sagrado del todo.

Creo firmemente que aún en la espera, en el miedo y en el sufrimiento, si uno se siente amado (por el amor humano y divino), esos tiempos se hacen mucho más livianos o menos angustiosos, porque vienen custodiados por la esperanza y la esperanza no defrauda.

«Soy amado, luego existo». He sido amado, luego he existido.

Hoy, como proclama el lema de esta bonita revista, «nada humano me es ajeno», nos es ajeno.


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