
En las montañas de Jerusalén se extiende el color blanco cristalino de la piedra caliza, como una marea deslumbrante desprovista de otro color que el blanco; su voz acromática, su nula oscuridad y claridad máxima me golpe particularmente en el Valle de Josafat, donde cajas y cajas se aglomeran con los vestigios de la muerte, cuevas de resonancias de generaciones que reposan en sombras luminosas: Es el cementerio judío que espera, en silencio, el tiempo establecido de las palabras del profeta Joel:
«Pues he aquí que en aquellos días, cuando haga yo volver la cautividad de Judá y de Jerusalén, reuniré a todas las gentes y las haré bajas al valle de Josafat, y litigaré en juicio con ellos a propósito de mi pueblo y de mi heredad, que ellos dispersaron entre las naciones, repartiéndose mi porción, echando suertes sobre mi pueblo, dando un mozo por una prostituta y una doncella por el vino que se bebían.»
(Jl 4, 1-3)
Seguramente Teofrasto habrá logrado blancos deslumbrantes jugando con los platos de plomo y el vapor del vinagre. Sin embargo, el blanco del valle del Cedrón resplandece por su quietud, quietud de huesos, bocas sin eco, rota solo por las sombras de los judíos ataviados de negro, susurrando la oración salmódica de aquellos que esperan ver el rostro de su Dios:
«En paz me duermo luego en cuanto me acuesto, porque tú solo, ¡oh YHWH!, me haces reposar confiadamente»
Sal 4, 9

Reposo acromático para una tierra pintada por el carmesí de las batallas, ensordecida con el eco del acero contra el acero, el hombre contra el hombre. Silencio. ¿Escuchas? No son las tropas de Edom, ni las miríadas de Moab; no es la espada blandiendo un grito colérico; es una mano que empuña una piedra, un homenaje eterno que no conoce las lágrimas pasajeras del pétalo. Aquí las flores no tienen lugar entre los muertos. La piedra es eternidad.
Aquí la memoria es de piedra, el aliento es de piedra, la lamentación es de piedra, las lágrimas son de piedra. No somos 70% constitución líquida, somos de tierra, cuaderno que testifica la historia de nuestra existencia convulsa y, como dice el Génesis:
«Pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres, y al polvo volverás»
Gen 3, 19

¡Qué signo tan epifánico las rocas sobre las tumbas! La flor es un insulto y su oxidación una memoria de corto plazo. Debería ponerme una pequeña roca sobre la cabeza para no olvidar mi hechura. Colocarme una en el bolsillo del pantalón para cuando busque una moneda y decir: «No te pago con bronce o niquel; te doy mi tiempo y mi sangre».
[Israel, 2020]