La estabilidad perentoria de los acontecimientos, que en ocasiones experimentamos, nos impele a cerrar los puños como neonatos que sucumben al reflejo de prensión palmar, con la fantasía de contener el tiempo, restar quedos y no perturbar con nuestros gestos inoportunos esa quietud balsámica. Nos aferramos a esa idea mágica de que nuestro movimiento es fuente generadora de perturbaciones en el discurrir de lo que tiene lugar y, por ello, abortamos cualquier meneo vano.
El temor a truncar esa paz fruto de la confusión entre nuestros actos y lo que acontece, no es más que un género de falsa omnipotencia, resultante de la cual nos carcome la culpa. De esta forma solo con la inmovilidad expiamos nuestras faltas.
Como infantes el pavor nos atenaza, mas siendo adultos nos hacemos sino representar una escena patética que nos mantiene pasivos, como si nada bueno pudiéramos forzar con nuestro esfuerzo y continuáramos sucumbiendo a la voluntad de fuerzas divinas que ejercen su poder de castigo, de mortificación ante un ser -que somos nosotros- que parece capaz únicamente de hacer el mal.
Debemos rescatarnos de esa creencia inculpadora de toda desgracia, que se ha heredado culturalmente desde hace siglos, y forzarnos con la experiencia de lo benévolo a modificar esa perspectiva que nos muestra como factores malignos.
Agazapados como moluscos testáceos devenimos seres insignificantes que se zafan de la libertad y la responsabilidad que nos concede la autoconciencia. No procede simular que somos otros, si no asumir que nuestra capacidad analítica nos dota del privilegio de decidir. Y es ahí precisamente donde deberíamos verter todas nuestras energías: en discernir qué hacer y en base a qué criterios actuamos; la elección axiológica es la que puede liberarnos de fustigarnos de una culpabilidad que no nos pertenece.
Esta vivencia descrita no es, por supuesto, universal -no consigo imaginarme a Trump, por ejemplo, retorciéndose de culpa- pero, paradójicamente, acostumbra a cebarse en aquellos individuos que podrían actuar con más honestidad; y es, justamente, el exceso de virtud lo que les induce a juzgarse con tanta severidad.
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