Una de las ventajas de estar en esta época en provincia es que puedo apreciar mejor el cielo por las noches.
Justo frente a mi mesa de trabajo hay una ventana a través de la cual aparece una masa de cables y, mucho más allá, un lucero: Venus.
Salí a la cochera un momento a observarlo y luego descubrí, para mi sorpresa (dado que uso lentes), que podía ver algunas estrellas.
En un momento determinado me sobrecogió ese espectáculo tan a la mano, tan simple: había algo muy grande delante de mí que no puedo siquiera escrutar, no con la razón científica, sino con una mirada de hombre común.
Un evento tan cercano y a la vez tan lejano. Cercano, pues bastaba salir a la cochera para percibirlo y lejano no solo por la distancia de los astros, sino porque yo suelo pasar de largo frente a este fenómeno diariamente.
Luego pensé: «esto que está delante de mí de verdad existe y yo existo también y puedo reconocerlo».
Me he acordado, sin proponérmelo, del Canto nocturno de Leopardi, del «deletreo» del que habla Paz (Soy hombre, duro poco y es enorme la noche…) y de La Luna, como bálsamo, de Sabines.
Y con estos pensamientos me he vuelto a la casa. Con ellos y con un estupor grande. También con la certeza de que hay más cosas allá afuera que dentro de mi cabeza.
Estoy seguro de haber vivido el asombro del «cielo estrellado» del que habla Kant al abordar la ley moral.
(Para quienes están afligidos por el coronavirus les recomiendo, si la luminosidad de su ciudad se los permite, que miren el cielo estrellado y luego vean qué les provoca. También pueden buscar los poemas a los que me remito).
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