Política, moral y Derecho: muerto Dios, todo está permitido.

La posesión desigual de la riqueza es la causa principal de la injusticia estructural de las sociedades.  Eludo, intencionadamente, usar el término   “ reparto” porque no creo que, de facto, haya ningún tipo de distribución del capital, sino una usurpación ilegítima, quizás desde generaciones atrás, por motivos muy variados, que en su momento y contexto podía ser, perfectamente, legal.

Ya explicó Rousseau que, las desigualdades aparecen cuando un hombre toma un trozo de tierra, la valla y afirma que esa parcela es de su propiedad. Al contrario que Locke no consideraba, pues, que la propiedad privada fuese un derecho natural, sino el resultado del surgimiento de sociedades cuyo pacto originario exige ser revisado para que la justicia sea posible.

Esta breve introducción nos sitúa en el problema político-moral, que ha ocupado amplias reflexiones, sobre en qué consiste la justicia.

Así, el neocontractualismo desarrollado por John Rawls en su clásica “Teoría de la Justicia” concluye:

(…) Una sociedad bien ordenada satisface los principios de la justicia que son colectivamente racionales desde la perspectiva de la situación original; y, desde el punto de vista del individuo, el deseo de afirmar  la concepción pública de la justicia como reguladora del proyecto de vida propio está de acuerdo con los principios de elección racional. Estas conclusiones defienden los valores de la comunidad, y, al alcanzarlas, se completa mi descripción de la justicia como imparcialidad. (…)

J.Rawls, Teoria de la justicia, Fondo de Cultura Económico, Méjico 1985. Pg. 637.

Simplificando, para los no iniciados en el pensamiento ralwsiano, la Justicia se realiza en la sociedad cuando los individuos pactan unas condiciones de vida elegidas racionalmente; esto queda garantizado por el desconocimiento de cada individuo del lugar que ocupará a nivel socioeconómico en la sociedad, y, en consecuencia, asume condiciones que le sean favorables sea cual sea su estatus posterior. Es la única vía de negociar condiciones de vida imparciales en favor de un ordenamiento social justo.  Obviamente, y según la tradición contractualista de la que parte, este ejercicio hay que entenderlo como una situación hipotética que fuerce a los individuos a discernir qué considera justo en general; es un esfuerzo de racionalidad en pro de una sociedad justa, lo cual no significa igualitaria -en el sentido de que todo sujeto tendrá las mismas posesiones-

Pero resulta patente que la base kantiana del planteamiento de Rawls está fuertemente vinculada a una teoría previa de en qué consiste el bien que puede presentar no pocas controversias, por mucho que nos empeñemos en asociarlo con los derechos humanos como condición necesaria de una vida digna.

Por eso, Martha Nussbaum procede a reformular el contractualismo de Rawls, para superar las deficiencias que evidencian sus detractores, desarrollando un relato de la justicia afincada en las capacidades del individuo que, están en el fondo relacionadas con los derechos, pero que proporcionan un margen de consenso más amplio, sobre todo a nivel internacional en un contexto de globalización. Así, afirma:

“(…) El enfoque de las capacidades sostiene que la base para la reivindicación de los derechos es la existencia de una persona como ser humano (…) Estos derechos no existirían si las capacidades se basaran únicamente en los talentos individuales, y no en la norma de la especie. (…)”

  1. Nussbaum, Las fronteras de la justicia, Paidós Ibérica, Barcelona 2007, pg. 284.

Es la capacidad de desarrollo como humanos la que justifica nuestra dignidad y los derechos que contribuyen a su realización.

No obstante, aunque estas propuestas ejerzan un influjo seductor en un cierto modelo de sociedad justa no dejan de flaquear ante la tremenda dificultad que implica considerar lo político y lo moral como indisociables, y tal vez el Derecho como ese instrumento coercitivo que paradójicamente disocia lo justo y lo moral, no en pocas circunstancias. Quizás, porque yace la convicción kantiana de que la moral se ocupa de las acciones realizadas por deber, y no de aquellas conforme al deber, que serían legales, pero en absoluto morales.

Michael J. Dandel (2011) apostilla años después en su obra Justicia ¿hacemos lo que debemos?, que:

 “Una política basada en el compromiso moral no solo es un ideal que entusiasma más que una política de la elusión. Es también un fundamento más prometedor de una sociedad justa.”

Quien suscribe este artículo considera deseable las propuestas de corte kantiano, pero por desgracia muy poco realistas. La escisión entre lo político y lo moral es un hecho contrastable que se legitima desde una perspectiva utilitarista engañosa. Y esto, porque los grandes “acuerdos” que deberían velar por el mayor bien, para el mayor número de individuos, suelen constituir una bolsa de declaraciones de intenciones que aparentan preocuparse por el bien común, pero que en la medida en que no contribuyen al beneficio y lucro de los poderes fácticos nadie respeta, además sin rubor, ni pudor. Hemos constatado excesivas veces que las políticas que se llevan a cabo incumplen los grandes acuerdos internacionales, que pierden credibilidad entre los ciudadanos y demuestran ser una pantomima, tal vez necesaria para demorar determinadas acciones y anticipar otras de naturaleza egoísta.

Parece que hoy lo público es lo político que se rige por reglas a veces ocultas, y lo moral ha quedado recluido al ámbito de lo privado. Y, en este panorama, el Derecho no es más que un instrumento a la zaga siempre de los cambios sociales que acaba regulando la vida social en función de los intereses particulares de los grandes poderes, a menudo poco visibles.

En conclusión, no es posible consensuar una teoría del bien, ni una teoría derivada de la anterior de la justicia más que como un acto formal -no en sentido kantiano- que disuada, enrede y distraiga al ciudadano llevándole a sostener la esperanza en un mundo más justo. Recordemos que hoy, lo verdadero o lo auténtico es lo que en una coyuntura determinada convence o se muestra como tal, pero que dista millas de asemejarse siquiera a lo que podríamos concebir como verdadero, en el sentido de aquello que constituye la voluntad política.

La sofística de hoy ha dejado en una anécdota la retórica de la Grecia democrática, porque no solo consiste en lo que se dice sino que esta manifestación verbal se ve avalada, a menudo, por el espectáculo de la imagen, de lo virtual y pretende, no vencer argumentativamente sino, desarmar cualquier indicio de crítica  persuadiendo emocionalmente a los ciudadanos que están, por hartazgo, resignados a un sistema que no es honradamente democrático, y que carga con el peso de una historia que se ha desvelado como la reiteración del triunfo de los que egoístamente dinamizan un sistema capitalista y consumista que, estaríamos ciegos si no lo viéramos, convierte al ciudadano en un cliente al que hay que arrancarle votos para perpetuarse en el poder.

Lejos queda, en realidad, la preocupación por el interés general, el bien común o cualquier ideal que quedó aniquilado con la “muerte de Dios” que, tal vez, sea una perspectiva más realista, pero, a su vez, un perjuicio irreparable en cuanto a la existencia de referentes comunes que nos permitan legitimar la exigencia de sociedades más humanas. Mailänder aseguraba que era Dios quien se autoaniquilaba ante el tedio de hallarse en una estabilidad permanente. Así, se fue disipando en la multiplicidad de individuos humanos, que aportaron un dinamismo al ser, aunque implicó la desaparición de Dios como Uno y, por ende, una difuminación de lo sagrado que, a su vez, arrasa con cualquier noción de dignidad humana que pueda ser reconocida universalmente.

Tal es la desquiciada relación entre política, moral y derecho, un anticipo de la decadencia cada vez más profunda en la que se hunde la especie humana.

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