Como reza el subtítulo de esta revista “nada humano me es ajeno” ya que deberíamos pensar siempre desde lo que constituyen nuestra posibilidad y nuestro límite, en cuanto humanos, me propongo recuperar aspectos del pensamiento de dos filósofos para los que tengo la convicción que nada humanos les era ajeno.
En este sentido, acude a mi mente la formulación del imperativo categórico kantiano que nos exige no usar al otro como medio, sino siempre como un fin en sí mismo. Esta es regla que se impone a la voluntad del sujeto si lo que quiere es actuar moralmente. O dicho de otro modo, la voluntad buena es la que actúa por deber, como exigencia de que la máxima que me autoimponga sea universal, y en consecuencia es preciso distinguir a lo que estamos obligados moralmente de aquello a lo que estamos coaccionados legalmente. Es decir, la Ética y el Derecho regulan ámbitos distintos: uno el de la conciencia y el otro el de la acción. Puedo discrepar de una ley porque lo único que se me exige es que la cumpla; mientras que lo ético no puede dar lugar a discrepancias, en cuanto la ley moral es un imperativo estructurado a partir de la coherencia lógica -por expresarlo de algún modo- con lo que mis máximas no pueden entrar en contradicción con el principio de universalidad, porque entonces no sería moral.
De esta forma el concepto de voluntad buena me remite -y retomo en parte el contenido de mi último artículo- al concepto de parresía de Foucault, en el sentido de que lo que deviene relevante es la voluntad con la que se orienta una acción, y no tanto las consecuencias buenas o malas que en determinado contexto desencadene la acción. Recordemos que para Foucault la parresía era el decir honesto y en consecuencia que lo dicho sea coherente con lo que se hace. Si el decir es honesto y tiene como fin el desvelar los entramados ocultos, que en lo social genera sometimiento y, por ende, falta de libertad y de autonomía, entonces aquello que inspira la voluntad kantiana y la parresía foucaultiana se hallan próximos, aunque ciertamente no son idénticos.
Mientras que Kant se apercibió que Ética y Derecho podían no ser afines, Foucault no aceptaría que lo ético no fuese el horizonte del Derecho. No obstante, lo que aquí me resulta significativo es la reivindicación de la autonomía del sujeto para ser coherentes con sus principios y en consecuencia su “intención” se buena, aunque luego alguien pudiera apuntalar que “de buenas intenciones están los cementerios llenos”.
No obstante, considero oxigenante en los tiempos que vivimos esa convicción de que de alguna manera la voluntad del bien es más importante que el resultado, ya que habitamos una sociedad de resultados que anula las intenciones y por ello al mismo sujeto. Lo que cuenta es lo pragmático, y el origen o la conciencia de esa praxis, si el resultado es eficaz y beneficiosos para fines, cuestionables, no es en absoluto merecedora de relevancia alguna.
Quizás he realizado un ejercicio de elasticidad del pensamiento de uno y otro filósofo, pero a mi favor diré que es una idea que se ha ido perfilando con una claridad y distinción casi cartesianas. En definitiva, si la voluntad o el querer con el que se lleva a cabo una acción es bueno, busca tener al otro como fin en sí mismo, las consecuencias negativas son merecedoras de perdón, porque somos humanos y no dioses. Y, por supuesto, sabes que ese sujeto es de fiar, rara avis de entrada en nuestro entorno.
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