En la historia de Tom Sawyer hay un pasaje donde la tía Polly castiga a Tom poniéndolo a pintar una cerca de la casa, lo cual resulta un verdadero suplicio para el protagonista del libro. Al verlo sus amigos se acercan a compadecerse de él porque esta tarde no podrá ir a jugar. Pero Tom es tan hábil que los convence de que es una actividad muy divertida y en pocos minutos tiene a todos los chicos “divirtiéndose” pintando la cerca y él se escapa de su castigo. Dice Twain: “Si Tom hubiese sido un gran filósofo lleno de sabiduría, como el autor de este libro, hubiese comprendido ahora que el Trabajo consiste en lo que el hombre está obligado a hacer, y que el juego consiste en lo que el hombre no está obligado a hacer”. Tom descubrió que la vida puede ser más ligera cuando se hacen las tareas por gratuidad antes que por un deber.
Madeleine Delbrêl, la célebre escritora católica francesa, descubrió la belleza de la gratuidad en su misión evangelizadora en medio de un barrio marcadamente marxista. Tenía el detalle de ir a visitar familias y en alguna ocasión sólo para llevar flores. ¿Qué hay en la vida más poco útil que un ramo de flores que pronto se marchitará? Pero esas flores son signo de una gratuidad que señala algo importante.
Yo pienso que una de las causas por las que muchos hombres y mujeres han perdido el gusto por vivir en estas sociedades eficientistas y utilitaristas ha sido por esta mentalidad post kantiana de que lo que nos constituye como personas es nuestro nexo con el deber. Cuando hay el encuentro con lo que es gratuito y que nadie me impone, nace la verdadera libertad a la que uno busca aferrarse con todo el corazón.
A los cristianos que tenemos el mandato del amor dado por el Señor Jesús (Jn 13,34), puede confundirnos esta lógica en el que parecen incompatibles el amor y la obligación. Y me parece que es por lo mismo que referíamos más arriba, porque se pierde de vista la gratuidad. Lo dado gratuitamente se hace sin esperar recompensa alguna, sólo por el bien del otro. Lo que el Señor espera del hombre es sólo un corazón rendido que corresponda al amor que ha recibido.
Si asumimos esta ley del amor como un mandato estoico donde yo soy el origen de una voluntad y estoy obligado a ciertos actos heroicos, o si asumo que se tiene que traducir en un cierto comportamiento donde tengo que dar testimonio y que los otros vean lo bueno que soy, perdemos de vista el centro del espíritu cristiano. Porque el centro es Cristo, no soy yo.
¡Cuántas veces nos hemos topado con genuinos cristianos que buscan demostrar su fe sólo para ser vistos! parten de sí mismos y su testimonio no es de un amor dado por Jesús, sino de su propia idea y de cierto “narcisismo espiritual”. Caen en aquello que el Señor acusaba del fariseo que hacía actos buenos para que los otros lo alabaran (Lc 18).
Cuántas veces hemos tenido esa experiencia de conocer cristianos que hacen cosas buenas, muy rectos moralmente, pero que en el fondo no nos parecen que sean buenas personas. O por el contrario, gente con cicatrices de muchos pecados en la vida pero en la que hay algo en su mirada, en su palabra, en su dulzura, que nos dice que es buena persona.
Por favor, no estoy diciendo que no sea importante hacer actos buenos o moralmente lícitos. Digo que hay que cuidar que la atención por la moral no nos haga caer en un moralismo que no sea eco de lo que Dios ha hecho en nosotros. El moralismo es sólo reflejo de lo que queremos que los otros vean de nosotros mismos y no es reflejo de lo que Dios hace en nuestra vida.
Todos tenemos la experiencia de querer ser amados así, gratuitamente. Porque ahí encontramos el espacio de la verdadera libertad. En el amor de nuestra madre, de algún verdadero amigo, de quienes tienen la experiencia del amor de noviazgo, sabemos que más allá de las palabras o de las acciones, lo que importa es esa mirada en la que hay un corazón que dice: ¡Tú me importas!
Amigo cristiano, San Juan de la Cruz nos decía que en la tarde de nuestra vida seremos juzgados por el amor. Cuando te plantees en el examen de conciencia cómo hemos sido ante nuestros hermanos, antes que pensar en palabras o acciones, piensa en tu corazón. Y ya después, piensa si nuestras palabras o acciones corresponden a lo que nos ha sido dado ahí, en ese espacio donde Dios actúa con su creatura.