La virginidad como vocación fecunda.

En mi país, Chile, como en la mayoría de los de Latinoamérica, se entiende muchas veces de manera un poco banal el concepto de libertad. Se lo tiende asociar con el de elección acuñado por la corriente utilitarista en tiempos de la revolución industrial. Al hacer consistir la libertad en el acto de elegir, se pone el acento en el modo en que esta actúa y no en su objetivo.

Esto tiene muchas consecuencias en la vida cotidiana. Por ejemplo, en el Congreso de mi país, se discute sobre el aborto y la eutanasia. Estos temas suponen, por una parte,  que la relación sexual, que, según el Catecismo de la Iglesia católica, es la expresión más perfecta entre un hombre y una mujer, se banalice transformándose en una forma más de trasmitir el afecto, de la que conviene anular las consecuencias; y por otra, se reduce a la vida a un objeto manipulable como tantos otros, en vez de entenderla como un don que nos sobrepasa, porque su origen tiene su raíz en el absoluto. En este contexto, es muy difícil entender la vocación a la virginidad, que lleva consigo la opción del celibato

En la tradición eclesial, tanto la vocación a la virginidad como a la del matrimonio, son sacramento de Cristo. Ambas manifiestan algo del amor trinitario, y también del amor de Dios a los hombres por medio de su Hijo, que viene a compartir la vida de la creatura humana. Así, en el matrimonio, el amor desbordante de la pareja genera hijos a los que dentro de esta relación educan con amor y sabiduría, y aquellos que tenemos vocación a la vida consagrada, acompañamos a aquel segmento del pueblo de dios que nos está destinado, con un afecto propio del caminante que siguiendo al guía se dirige seguro y sereno hacia su destino.

Crédito fotografia para Karl Fredrickson de Unsplash.

Lo dicho anteriormente, puedo afirmarlo con cierta evidencia poniendo como prueba mi propia experiencia: la vocación a la virginidad, igual que la del matrimonio, puede ser muy fecunda. Este año al cumplir medio siglo de vida, muchos amigos me expresaron su afecto por medio de varias celebraciones, expresando así su alegría de habernos encontrado en algún minuto de la vida. Este encuentro ha sido un regalo mutuo, que nos ha permitido ir en camino hacia la felicidad que consiste en la plenitud adulta, todos juntos. Lo más impactante de esto, fue que mi cuadrilla más cercana, a la que siempre convoco yo realizando el encuentro común, organizó de manera autónoma una fiesta sorpresa. Esto me conmovió profundamente y al apagar la vela simbólica les dije: ahora puedo morir tranquila, porque tengo amigos grandes.

Me gustaría que esto pudieran decirlo todas las parejas jóvenes, llegando al fondo de su relación amorosa, aceptando la vida y todo lo que ella lleva consigo, en vez de rechazarla, y banalizar el encuentro con aquel o aquella que puede acompañarlo hacia la felicidad que consiste en una plenitud personal que nos permite desarrollar todas las facetas de nuestra personalidad, y así ser un aporte para construir una   sociedad que genere espacios de vida fecunda para todos sus miembros.

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