Nadie dudaba de que las cosas en la Nueva España solían presentar sorpresas en comparación con la madre patria. Aún así, la situación superaba lo visto hasta entonces.
La Real Audiencia instalada en la Ciudad de México, tenía delante de si un extraño caso: un valeroso capitán de las huestes de Cortés se acusaba a si mismo de crueldad hacia los indios durante la conquista. Considerando el caso muy enojoso y sabiendo que se trataba de un soldado leal a la corona, decidieron absolverlo.
Don Gonzalo abandonó entonces la Ciudad de México y se internó en territorio de los indígenas que habían conocido la furias de Nuño de Guzmán. Frente a un grupo de atónitos naturales, pidió que lo castigaran por su crueldad, pero ellos no entendiendo su idioma, lo tomaron por un loco y lo dejaron libre.
Regresó el español a la Ciudad y se presentó delante de una india que había raptado y tomado como concubina varios años atrás y entregándole su espada, le dijo que se vengara; pero ella se negó. «Eres el padre de mi hija» le dijo.
Finalmente fue con un franciscano y acusándose de sus crímenes, le pidió que le impusiera severa penitencia. Este le dijo:
—¿Por qué exiges que yo te castigue si Dios te ha perdonado? Vete en paz…
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