Homilía correspondiente al domingo II de Adviento, ciclo C, 9 de diciembre de 2018.
Cuando el Señor nos hizo volver del cautiverio, creíamos soñar; no cesaba de reír nuestra boca ni se cansaba la lengua de cantar. El cautiverio de Israel es también el nuestro. Es la ruina del destierro y del pecado. Es la ruina del olvido de Dios y del descuido del hermano. Sin embargo, es el punto de partida de la redención. El Señor ha hecho grandes cosas, ha cambiado nuestra suerte como cambian los ríos la suerte del desierto. El Adviento nos invita a despojarnos de los vestidos de luto y aflicción. Si alguna vez fuimos llevados por los enemigos a pie, alejando nuestros pasos del hogar, el retorno al abrazo paterno y a la ternura divina es también el sentido del ciclo litúrgico. Ahora nos vestimos con el esplendor de la gloria que Dios nos da, y este debe ser el ropaje que siempre nos cubra: el de la justicia y la piedad, el de la alegría y la luz. Ahora regresamos cantando con las gavillas de nuestra cosecha, en la que se han multiplicado infinitamente nuestros pequeños empeños, y hemos entendido el don de Dios, que sobrepasa todo anhelo y esfuerzo humano.
Al enseñarnos a tender hacia el juicio de Dios, el Adviento nos hace experimentar la verdadera libertad, y nos confirma en una necesaria limpieza del corazón. El tiempo es camino, y por ello, como lo ha destacado san Pablo, perfeccionamiento continuo hasta el día de la venida de Cristo Jesús. El amor puede seguir creciendo más y más y traducirse en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual. Dios inició en nosotros, por pura misericordia, una obra buena, y la irá llevando a su plenitud, mientras nosotros, por nuestra parte, respondemos con docilidad a su gracia. Nuestra cultura ha aprendido a valorar el instante, el momento presente, y ello evidentemente es un valor, pues es aquí y ahora donde nos encontramos. Sin embargo, también puede hacernos perder de vista el proceso que seguimos, en el que estamos llamados a desarrollar la existencia, a ensanchar el horizonte que contemplamos, a intensificar la vida, a dilatar los mejores impulsos. Y esto no se logra con más velocidad, sino con más concentración. Fácilmente nos distraemos, y descuidamos el tesoro precioso que portamos en nuestras alforjas. El Adviento disciplina el paso, para que no se precipite ni se aletargue, sino integre la respiración y la palpitación del corazón con los regalos de Dios.
El Adviento también nos recuerda dónde se encuentra la plenitud del crecimiento. El que llega, el que esperamos, el que impregna la historia de sentido, es Jesucristo, nuestro Señor. Se trata ahora de hacer propio el itinerario que recorrió, por providencia divina, el pueblo de Israel. San Lucas nos indica hoy que en un tiempo y en un lugar precisos, la palabra de Dios se escuchó en el desierto por boca de Juan, el hijo de Zacarías. Él, justamente, hilvanó todos los hilos de la Antigua Alianza para orientarlos a la llegada del Mesías. El suyo es el ministerio que desemboca en Jesucristo, el salto cualitativo de la humanidad, que nunca fue abandonada por su creador, y que en el momento oportuno recibió el supremo regalo y el máximo beneficio. Juan predica un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados. La penitencia es justamente el retorno, el cambio de rumbo. La esclavitud empieza a ser superada cuando se dejan atrás las cárceles del destierro y la marcha conjunta y convencida lleva los pasos de los hermanos de vuelta a casa, a la patria. Ese es el ritmo del Adviento.
La voz que resuena en el desierto y que anima la marcha del pueblo solidario proclama que todos veremos la salvación de Dios. La palabra profética nos anuncia que es un camino llano, posible de recorrer. Las complejidades de la existencia nos hacen sospechar a veces que es inútil proseguir, porque en realidad las cosas continuarán siempre igual. Algunos quedan atrapados en las mazmorras del desencanto, aunque las cadenas hayan sido ya rotas. Otros se dispersan en la ruta de la libertad, alejándose del camino e instalándose en yermos sinuosos. Para superarlo, el Adviento nos habla de un sendero recto, en el que los valles en los que podríamos resbalar son rellenados, y las montañas o colinas que podrían amedrentarnos son rebajadas. Esto no es otra cosa que la sencillez de perspectiva que el Evangelio nos enseña a asumir: la limpieza de corazón, que suelta los lazos candentes; la sencillez del alma, que se alegra con facilidad y canta al lado del hermano. Desenredar los impulsos, yendo a lo esencial. Y todo ello en la comunión que posibilita el amor, la misma que san Pablo reconoce en él y en los filipenses, la misma de la que todos participamos por el Espíritu Santo.
El Adviento es tan hermoso, que parece un sueño. Pero no nos confundamos. No hay nada más real que lo que él nos otorga. La acción litúrgica nos sensibiliza y nos abre a la inteligencia espiritual. Permitamos que la voz profética de la Iglesia nos alcance. Despojados de oscuras inercias, que su luz creciente nos encienda y la verdad amorosa de la salvación nos eleve. El Señor cambia nuestra suerte, nos hace subir a la altura y levantar los ojos, multiplica entre nosotros el amor entrañable con el que nos ha amado Cristo. El feliz anuncio resuena. Caminemos en su paz.