Hace unos días impartí una clase sobre asertividad y reflexionaba sobre todos los obstáculos que se presentan para poder hablar con verdad, a pesar de que normalmente solemos defenderla y sabemos la importancia de la sinceridad, tanto que incluso la exigimos de los demás.
Por eso me pregunto si realmente queremos que los otros sean sinceros y si nosotros somos sinceros con los demás. En un primer momento, la respuesta podría ser: «sí, claro, la verdad siempre es mejor, ¡la verdad ante todo!». ¿Pero realmente pensamos eso?

No entraré en el aspecto filosófico de la verdad para decir qué es de acuerdo a las distintas posturas filosóficas o si existe o no.
Partamos del concepto de verdad como aquello que se adecua con la realidad, en un primer momento, tanto en el pensamiento como en el hablar.
Superando las dificultades implícitas en conseguir un pensamiento verdadero, nos enfocaremos en los problemas que se presentan, no para poner en palabras adecuadas lo que se ha pensado, sino en aquello que se considera verdadero.
Decía Aristóteles que llegar al conocimiento de la verdad requiere de distintas virtudes, tanto intelectuales como éticas, pero decirla requiere otro tanto de virtud.
La verdad demanda prudencia, valentía y sí, también un amor por ella, pues de ahí ha de sacarse el valor necesario para expresarla y defenderla.
“El que ama la verdad y la dice cuando da lo mismo decirla o no, la dirá aún más cuando no da lo mismo, pues evitará la falsedad como algo vergonzoso” (Aristóteles, E.N., IV, 7 1127b5-8).
En la falta de amor hacia la verdad hay dos grandes factores: la indiferencia y la cobardía.
La verdad nos empuja a mantener una postura o un punto de vista ante los demás, pero si le tememos podemos pensar que es preferible quedarse callado o decir cosas contrarias a lo que realmente consideramos verdadero.
¿Es peor permanecer indiferente ante la falsedad o la cobardía que nos hace no ser capaces de decir lo que realmente pensamos, por miedo a las reacciones de los otros, al rechazo o a la desconfianza en el propio pensamiento? Este dilema parece sugerir que no vale la pena abordar, y mucho menos defender, aquello que pensamos, ¿pero debe ser así
A veces, cuando hemos intentado decir la verdad, nos topamos con que no importa, con que da igual decirla o no y que el haberlo hecho no nos llevó a nada positivo o bien fue fuente de problemas, con lo que finalmente lo que termina ganando es la falsedad o lo “políticamente correcto” y nos quedamos con el sentimiento de que no ha valido la pena el esfuerzo de pensar de una determinada manera y mucho menos expresar lo que pensamos.
Un contexto así puede llevarnos a pensar que para evitarnos problemas dará igual si lo que pensamos es verdad o no (lo mismo aplica para lo que digan también los otros, pues parece que no vale la pena el esfuerzo de decirlo, o sea que la verdad no vale la pena.
Y si no vale la pena, ¿para qué defenderla?, ¿para qué la valentía de permanecer fiel a una postura o pensamiento? Si finalmente todo indica que la verdad es lo último que importa y lo que prevalece es lo útil o lo agradable al oído, pues hay que admitir que la verdad no siempre es agradable, o como dice el dicho: “la verdad no peca, pero incomoda”.
¿A poco no se han metido en problemas por decir la verdad? Y esto en distintos ámbitos de la vida (personal, social, laboral). Las personas a veces confunden el valor de expresar la verdad con agresividad o quejumbre y de pronto una persona sincera se convierte en la que siempre tiene algo que decir: la inconforme, sabelotodo, etcétera.

Y como a nadie le gusta ser considerado así, la salida fácil puede ser quedarse callado o simplemente asentir con el resto, dejando oculto lo que realmente pensamos, con lo que terminamos diciendo lo que los demás quieren escuchar, pues no queremos que los otros se sientan insultados o agredidos por nuestra sinceridad.
Por tanto, sacar del error a alguien es algo que debemos pensar dos, tres o muchas veces antes de hacerlo (si es que nos atrevemos); igual que contradecir al jefe, por ejemplo. En estos casos o eres sincero o mantienes la paz en el trabajo. Ya no se hable de asuntos religiosos o políticos, porque puedes llegar a ser considerado dogmático o intolerante.
Entonces, ¿qué nos queda? ¿quedarnos callados o seguir a la mayoría, o a la autoridad, a pesar de no concordar con ellos?, ¿vale la pena sacrificar la verdad por mantener una paz aparente con los otros?
Una respuesta sencilla y rápida podría ser «sí», pero la respuesta que creo que realmente vale la pena es «no». La verdad, expresada siempre con prudencia, es algo que vale la pena defender, porque al no hacerlo, van de por medio nuestros pensamientos, creencias, posturas, incluso, nuestros valores y dejaremos de ser lo que realmente somos por ser lo que los demás quieren que seamos.
No se trata de una postura necia, o de discutir por el simple hecho de hacerlo, ni tampoco de ser francos en exceso, sino de saber realmente cuándo es necesario hablar, y para ello la prudencia es indispensable.
Amar la verdad, no significa imponerla, pues tampoco debemos considerarla como algo que pueda pasar por encima de las personas a toda costa con tal de defenderla.

Escuchando a los demás nos enriquecemos, pues ellos tendrán, tal vez, una visión distinta que ayude a completar nuestro conocimiento.
Así como queremos que los demás escuchen aquello que tenemos o debemos decir, no podemos olvidar que los otros también esperan lo mismo, y al hacerlo se abre la puerta al diálogo y, por tanto, a la oportunidad de ampliar nuestro conocimiento y hacer que, poco a poco, hablar no sea tan difícil.
Ver la realidad desde distintas perspectivas nos da una visión más completa de ella, pero si no lo hacemos podríamos perder mucho.
Defender la verdad implica saber y reconocer que las dificultades que tú encuentras en expresar lo que consideras verdadero, las podrían estar encontrando también en ti los demás.
Así que la verdad requiere, entre otras cosas, de valentía, amor, prudencia, pero también de mucha humildad. No es poca cosa, ¿verdad?