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José Ramón Enríquez (Ciudad de México, 1945) es un reconocido poeta y dramaturgo católico que en su juventud fue novicio en la Compañía de Jesús. De convicciones de izquierda (perteneció al Partido Comunista Mexicano) y ferviente defensor de los derechos de la comunidad gay, Enríquez nunca ha dejado de reconocerse como amigo de Cristo.

Si es un hombre polémico, también destaca por su calidad humana y vasta cultura. Entre sus obras recientes se encuentra El corazón de la materia, que trata sobre Pierre Theilhard de Chardin, la cual fue escrita en coautoría con Luis de Tavira y José María de Tavira.

En Humanum buscamos al maestro José Ramón para hablar de su poema Supino rostro arriba, el cual llega a los 20 años de su publicación. El poema completo, grabado para la UNAM, se puede escuchar en voz del autor al final de la entrevista, la cual fue realizada, gracias a la tecnología, a lo largo de un mes a través de conversaciones de WhatsApp.

Su poema «Supino rostro arriba» es uno de sus textos más conocidos y quisiera que lo utilizáramos para abordar algunos de sus temas, que siguen siendo vigentes. Para empezar, el título se refiere a una postura para orar. Si bien es cierto que cada cual ora según sus condiciones, me parece que también podemos pensar esta idea considerando que Dios tiene la cortesía de comunicarse con nosotros independientemente de nuestra circunstancia (lo que incluye nuestra postura corporal, pero sobre todo existencial) o tal vez contando con nuestra circunstancia. ¿Cuál es la circunstancia de su encuentro inicial con Cristo y cuál es ahora?, ¿qué le atrajo de Cristo y cómo respondió a este atractivo?

La postura para entrar en la oración siempre ha sido muy importante para los maestros de espiritualidad, desde el oriente remoto. Estar en flor de loto, arrodillado, de pie al inicio, etcétera. Que San Ignacio proponga como posible el estar acostado es, hasta el día de hoy, revolucionario. En principio puede verse como una postura poco digna para entrar en contacto con lo inefable. Creo que puede entenderse porque Ignacio tuvo siempre fuertes dolores en la pierna que le estalló en Pamplona. Yo prefiero leerlo en la clave de que eso inefable se encarnó y puedo hablar con él tirado en mi cama, viendo el techo y fumándome un cigarro. Tiene un nombre, Jesús, y siempre me acompaña como un amigo que no requiere de un protocolo regio. La certeza de esta amistad la he tenido desde siempre, así como la de mis largas conversaciones con Él. Hay una historia familiar que se remonta a la infancia cuando tuve un accidente muy doloroso y estuvo junto a mí en las curaciones, consolándome. Tendría yo tres años y la cicatriz todavía la tengo. Seguramente es una invención sembrada en mi memoria, pero ahí está. De lo que estoy cierto, ya con recuerdos perfectamente claros es de mi preparación para la primera comunión. Iba yo, con mi hermana, a un convento de monjas de clausura para tomar mis lecciones y lo más importante era que Jesús era alguien como yo con quien podía hablar y a quien iba a recibir sacramentado. Las oraciones de memoria eran secundarias, lo importante era el diálogo. Desde ahí tengo memoria cierta y segura (una experiencia de fe, como se le llama) de una presencia a mi lado que nunca me ha abandonado, en las buenas y en las malas.

Hablar de Cristo es otro de los temas que aborda en su poema. Evidencia la tendencia moderna a proscribir el lenguaje religioso del debate público, pero también la tendencia de muchos cristianos de excluir al diferente. Ambos son dos aspectos con los que lucha actualmente el Papa Francisco. ¿Cómo hablar de Cristo en una época que no quiere saber de él?, ¿qué debe distinguir a los cristianos para que su fe sea interesante para los demás en un mundo herido y lleno de violencia?

En realidad, mi poema parte de la inutilidad en el mundo moderno de hablar sobre Cristo, es decir, de teorizar luego del Cogito cartesiano y el Dios-ha-muerto nietzschiano. Siento que, ante la soberbia furiosamente sin fe de la modernidad, lo único que queda a los cristianos es hablar con Cristo pero hacerlo en voz alta. No tratar de comprobar ninguna teología sino tratar de compartir el diálogo constante al cual me refería en la respuesta anterior. Es lo que intento en mi poema. Pero, ojo, el poema está fechado en el final del Siglo XX. Es decir, antes de la caída de las Torres Gemelas, cuando, como dices, el lenguaje religioso estaba proscrito del debate público. Pero, a partir de ahí, no fueron las ideologías laicas o ateas de la Guerra Fría las que se enfrentaron: las religiones salieron violentamente del clóset. Los terroristas invocaban a Alá y Bush Jr. llamó a una nueva cruzada. Hoy la renacida ultraderecha europea se dice defensora de los valores cristianos y el Estado Islámico llama al martirio. Creo que ésta es una característica fundamental de la posmodernidad con la que no contaban los que se llamaron antes de tiempo “posmodernos”. Sin embargo, creo que la pregunta sigue siendo pertinente. La nueva cruzada contra un Islam que, a su vez, está en guerra contra los infieles, se centra en un Cristo de la Cristiandad que nada tiene que ver con el Jesús de los Evangelios y, finalmente, nada que ver con el que yo he sostenido mi diálogo desde siempre. De forma que, aun cuando en esta posmodernidad el tema religioso parezca haberse adueñado nuevamente de la discusión, lo hace disfrazando los intereses políticos y económicos de todos los implicados. Así, hablar de Jesús sigue siendo un problema que sitúa muy bien el Papa Francisco. Y él mismo da la respuesta: no se puede ya catequizar con palabras, es preciso, más que nunca, el testimonio, “oler a ovejas”. En el caso de mi poema, ese testimonio radica en hablar con Jesús en alta voz, desde la razón poética. La eficacia o el fracaso de este testimonio ya no me conciernen porque no dependen de mí que, al poner punto final al poema, dejé de estar, sino de aquel con quien dialogué y de aquel otro posible que se interese en ese diálogo. Más no creo que pueda hacer en “un mundo herido y lleno de violencia”.

Al hablar de la muerte, usted no niega su aspecto profundamente dramático. Para nosotros los mexicanos la muerte es contemporánea y no deja de multiplicar el dolor. ¿Es la lejanía del Padre la que nos tiene así?, ¿es que hay esperanza en el tiempo presente y futuro (por ejemplo cuando afirma «y yo sé que vendrás en esa hora / a ganarle a mi muerte su batalla»)?

Me pones a pensar en qué pienso de la muerte y no puedo evadir la respuesta diciendo que pienso poco en ella. A mis 73 años no puedes dejar de tenerla enfrente, sin embargo, me resulta mucho menos dramático el momento de su llegada que el deterioro previo. Incluso pienso más en cómo dejar mis cosas para cuando haya pasado ese momento que en el momento mismo. Quiero decir que temo más a cuanto lo rodea que a la muerte misma. Seguramente será un momento dramático pero en la cita que haces de mi poema está la respuesta: la espero como parte de diálogo con Jesús y como encuentro definitivo. No imagino cómo será pero estoy cierto. Él ya venció a la muerte (a esa victoria se canta en la Pascua de Resurrección) y vendrá para vencer a la mía. En cuanto al Padre, pienso poco en Él. No sé si esto sea bueno o malo, pero siempre he tenido presente la respuesta que da al apóstol que le pide «muéstranos al Padre». Le dice que quien lo ha visto a Él ha visto al Padre.

Usted escribió unos versos que son vigentes hoy más que nunca: «Cuando se pertenece / a alguna minoría que no se reproduce, / se carece de historias nacionales / o de grupos genéticos / y se puede mirar / cuánto de falso existe y de ridículo / en ese imaginario colectivo / que sustenta el racismo y toda intolerancia». Su familia formó parte del exilio español y sabe lo que implica ser migrante, pero también ha reconocido abiertamente su homosexualidad. Ser migrante y gay en México es, hoy por hoy, estar en dos grupos marginados. Vemos cómo México se encuentra dividido entre quienes ven con recelo a los migrantes que tocan la puerta para pedir asilo y entre los que sienten miedo de que los «otros» puedan quitarles algo. El germen de esta exclusión aplica también para la comunidad gay y para otros tantos tipos de segregación (yo diría que también para los no nacidos). Frente a estos desafíos, ¿cuál es la tarea ética y humana que deben asumir los mexicanos frente al otro que es diverso, en particular los católicos que -aún- son mayoría en el País?, ¿es justo pedir un «corazón de carne» como dice más adelante en su poema?

Efectivamente, conozco en carne propia lo que significan diversos tipos de marginación. A pesar de que el exilio español fue recibido con los brazos abiertos por el gobierno del General Cárdenas, no hay que olvidar la enorme cantidad de simpatía que había por los que luego se convertirían en los países del Eje de la Segunda Guerra, con Franco incluido. No éramos, los hijos de ese exilio, sólo gachupines sino rojos, rojillos y hasta rojetes. Además, mi madre era mexicana y yo fui a una escuela de jesuitas, o sea que no era en ninguna parte ni una cosa ni otra. En la infancia, esto iba desde la anécdota simpática, incluso del orgullo por tener dos banderas tricolores (la verde, blanco y colorado y la rojo, amarillo y morado) hasta el bullying cruel. Esta situación personal, unida a las posturas políticas de izquierdas heredadas de la República Española y a la educación jesuítica que nos hacía comprometernos con los más pobres, desde luego me hizo ver desde muy niño el racismo enraizado tanto en México como en España. Hasta la fecha me hace empático con cualquier refugiado, tanto en el Mediterráneo como en nuestras dos fronteras. Desde luego la sensación de rechazo químicamente pura me llegó cuando tuve que enfrentar mi homosexualidad. No estaba en absoluto preparado para eso, ni tenía modelo alguno, ni cabía en ninguna parte conocida. Eran tiempos en que la palabra gay ni siquiera se conocía y la sensación de ser el único en el mundo era absoluta. La Iglesia me rechazaba como me rechazaba la moral de las izquierdas entonces conocidas. Fue necesario reubicar todo. Y, en este sentido, el diálogo con el Jesús personal también fue definitivo. La intuición de que, aun cuando la jerarquía eclesiástica me condenara, Él continuaba siendo un amigo confiable. Fue un largo y angustioso viaje en el cual sólo me ayudó el concepto paulino de “epiqueia” que yo entendí como: estoy seguro de que se equivocan y de que algún día reconocerán su error, por lo tanto hago lo que pienso correcto, me hago a un lado de su normativa hasta que acepten la gravedad de su error. Este concepto que me habían enseñado con otros horizontes y una plática con algún jesuita allá por los primeros 60 creo que me salvaron. De todos modos mi juventud fue dificilísima, como la de todos los jóvenes de esa década que tuvieron que rebelarse ante todo y reinventar todo. Lo único distinto es que yo nunca perdí mi diálogo amoroso con Jesús ni mi fe en su existencia a mi lado. Ya después conocería la liberación femenina que, en su lucha por ser dueñas de sus cuerpos, abrió el camino inmediato a la liberación gay. Obviamente estoy haciendo trazos muy amplios y sin matices históricos precisos, pero creo que justos. Los 60 fueron también los años del Black Power y de una izquierda no estalinista que entendió lo personal como político. Fue una década dolorosa para mí pero profundamente satisfactoria, con un discurso válido hasta hoy que yo resumí en los versos que citaste. Por último, pones entre paréntesis la cuestión de los no nacidos que, desde luego, presenta un problema moral. Al respecto, mi postura está en la defensa al derecho a decidir de las mujeres. Nunca, personalmente he tenido que ver ni aceptaría hacerlo en un aborto, pero exijo el derecho a decidir de las mujeres y, por lo tanto, estoy por la legalización. Pienso que en todos los temas tratados podría profundizar, pero se trata tan sólo de glosar un simple poema mío que se ha ganado una atención tuya que agradezco.

A casi 20 años de la publicación de su poema, ¿cuál ha sido la recepción entre sus lectores y amigos?, ¿qué ha cambiado respecto de su concepción original de los asuntos que aborda?, ¿qué vale la pena celebrar?

En realidad me haces caer en la cuenta de que han pasado casi veinte años. Creo que ha sido bien recibido en la medida en que puede serlo un poema. La edición, tengo entendido, se agotó. Mis posturas no han cambiado. Y lo que más he celebrado han sido las manifestaciones de aquellos a quienes ha ayudado en sus propios diálogos con Él, sobre todo en sus últimos días, porque he recibido testimonios de gratitud de personas que estaban por morir. Como considero que sólo soy un amanuense en ese poema y en todo cuanto he escrito lo único que me importa es haber sido fiel a las palabras que se me van dictando, incluidas éstas, para que lleguen como Él quiera y a quienes quiera. Eso ya no es mi problema.

Escucha el poema Supino rostro arriba en la voz del autor

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