Puedo verte ahora, justo ahí, en ese momento de intimidad a oscuras. No lo sabes pero además de verte estoy escuchando lo que esa voz interior te dice, los lugares a los que te lleva con su relato. Estas quedándote dormido pero no quieres rendirte; estás disfrutando mucho ese dulce estado entre la conciencia y el sueño profundo. Ahí la vida es diferente, es mucho más placentera y las cosas siempre salen bien. Nadie se atreve a interponerse, a sabotear, a contradecirte. La voluntad, tu voluntad parece ser la creadora de esos mundos de humos de colores en los que conquistas a la mujer o el hombre más bello, en los que llegas todo el tiempo en primer lugar, en donde siempre anotas el gol de la victoria. La gente no se cansa de admirarte y por un hermoso designio de los astros todo lo que tocas con tus manos se transforma en oro hasta que…la burbuja se rompe y caes en la oscuridad sin orillas de la inconsciencia. Mañana saldrá el sol y volverás a vivir la vida real, la que te espera siempre cuando tu cuerpo decide abrir los ojos y el mundo es otra vez lo que era.
Todos tenemos fantasías, dulces momentos en los que nos permitimos crear estados de tibieza emocional en los que nos regodeamos, sobre todo después de un día de contratiempos. Sin embargo, tengo que decírtelo de inmediato, cuando hablo de soñar no me refiero a esta clase de ensoñaciones triviales, inocuas pero insustanciales, que pueblan siempre nuestra mente cuando nos vamos a dormir o cuando nos quedamos por momentos en silencio. Mi definición de sueño es menos colorida y más apasionada, se trata de un proyecto alternativo de vida, un apuesta existencial radical que nos motiva a trabajar arduamente, incluso en las peores condiciones, seducidos por un paradigma interior que nos quema tanto como el fuego. Ser un soñador es ver lo que nadie ve y tener que pagar por ello el alto precio de las burlas, de la incomprensión y el desprecio, incluso de la propia familia y amigos. ¿Estás verdaderamente dispuesto a asumir una vida en los márgenes? Si tu respuesta es afirmativa, y es firme, adelante; puedo garantizarte ahora mismo un camino lleno de dolores y tropiezos, pero al mismo tiempo, y por increíble que parezca, te doy mi palabra que será la experiencia más apasionante de tu vida, aquélla que le dará sentido a tu encarnación. No exagero ni quiero ser dramático, pero así son las cosas.
El alma precisa de soñar como nuestro cuerpo requiere el aire que alimenta de oxígeno sus células. Sin la presencia de un sueño, la vida carece de sentido y se convierte en una prórroga, en una continua duración sin más razón de ser que la preservación de los mecanismos fisiológicos. El sueño nos separa de la materialidad y nos proyecta hacia formas radicales de conciencia que trascienden lo temporal; por eso me gusta decir que el soñador no dura sino perdura. Soñar es, de un modo fascinante y misterioso, una participación de lo infinito.
Perdóname si todo esto que te voy diciendo suena de pronto extraño o confuso, pero así de grande es el soñar. Uno no es verdaderamente uno hasta que se compromete de un modo total con una causa que es mayor que uno mismo; de ahí la felicidad reportada constantemente por los héroes, los líderes, los santos.
Hablando con la gente me he dado cuenta de algo: todos queremos vivir intensamente haciendo de nuestra vida una aventura total, pero nadie o muy pocos queremos asumir las fatigas que esto encierra; dicho en otras palabras, todos queremos cosechar sin sembrar y eso, amigo mío, es absolutamente imposible. La admiración que sentimos por quienes logran grandes sueños se debe a que de algún modo sentimos que compartimos con ellos la gloria, y en cierto sentido es así, porque ellos y nosotros somos humanos. Lo mismo pasa, por poner un ejemplo simple, con las grandes figuras del deporte, que son seguidas por muchos admiradores que depositan en dichas estrellas la misión de ganar la gloria. Pero, ¿acaso no existe para nosotros alguna misión? ¿Acaso estamos condenados a estar un escalón por debajo de quienes consiguen grandes metas? No, no lo creo. Estoy convencido de que la única diferencia entre quien destaca notablemente y quienes permanecen hundidos eternamente en la mediocridad se encuentra en la decisión y el compromiso, nada más.
Como dije antes, el camino está lleno de contratiempos, por eso muchas personas renuncian y pretenden justificar su falta de perseverancia escondiéndose tras la máscara de un escepticismo que no es sino un pretexto para no seguir intentándolo. La vida es como esos gimnasios que cada comienzo de año se saturan con «soñadores» del vigor físico que traicionan sus aspiraciones unas cuantas semanas o días después de haber jurado sobre la biblia que realmente querían un cambio en su vida, y quizás lo querían, pero no tuvieron la voluntad para hacerlo realidad: estaban, pues, condenados a seguir soñando en colores, como en esos dulces momentos en que nos estamos quedando dormidos y que describí líneas arriba. Escogieron el sitio de los espectadores, que es una forma menos complicada -y por lógica menos satisfactoria- de la vida. Para mí, buscar un sueño, comprometerme hasta la médula, ha sido una forma de rebelión que he disfrutado mucho y que quisiera contagiar a la mayor cantidad posible de personas. Soñar es una locura que siempre vale la pena, una santa locura.
El enemigo número uno de los sueños es el determinismo: pensar que somos de un modo que no puede ser modificado de ninguna manera. Esto es una falacia tan grande que es una pena que se siga recurriendo a ella para tratar de disimular la falta de compromiso; todos somos hoy un ser humano mucho más refinado de lo que alguna vez fuimos. Por ejemplo, antes no sabías leer pero ahora sí, y por eso tienes estas páginas en tus manos. Se trata de un cambio sin duda radical. ¿Por qué suponer que llegado cierto momento de nuestras vidas es imposible continuar adquiriendo nuevas habilidades? El que me demuestre contundentemente esto, como diría el gran poeta Pablo Neruda, se gana el paraíso.