Poco antes de llegar al centro comercial, un jovencito caminaba rápidamente en medio de las dos filas de autos detenidos ante la luz roja del semáforo.
El niño avanzaba con una bolsa de paletas en sus manos que pretendía vender. Era moreno, su cabello estaba algo crecido y desaliñado, usaba una playerita y unos pants desgastados. Era de noche y comenzaba a refrescar.
Su paso era apresurado y denotaba desesperación. Al estar a un palmo de mi ventanilla me di cuenta de que él lloraba. Algo lo afligía y dadas las condiciones era imposible saber qué era. Su aflicción le impedía, de hecho, vender sus paletas.
Súbitamente me vino a la mente la imagen de Luis, mi hijo que ha sufrido episodios de epilepsia y que antes de las convulsiones sentía que perdería irremediablemente el control de su cuerpo, por lo que lloraba afligido. Pensé en Luis y en este niño que vendía paletas. Y pensé también en mí mismo cuando tenía su edad. Pensé: “ningún niño debería sufrir esto”.
El semáforo prendió la luz verde y me tocó avanzar. Le dije a mi esposa que viajaba conmigo en el asiento del copiloto y a Ana, mi hija mayor, que iba en el asiento trasero: “el niño que vende las paletas está llorando”.
Mi esposa me sugirió buscar al niño para ver si necesitaba algo. Estacioné el auto en el supermercado mientras ella hacía unas compras rápidas. Esperé afuera con Ana. Le expresé mi preocupación por el niño que lloraba. Pensamos que tal vez tendría hambre y fuimos por un hot dog para él.
Cuando mi esposa salió del supermercado, manejé hacia el crucero donde lo había visto. Detuve el auto en un recodo. Nos bajamos a buscarlo. Intentamos hacer memoria de su cara, de su semblante angustiado.
Nada. No estaba. Comenzó a apoderarse de mí la culpa y la desesperación. Me reproché no haberme detenido de inmediato para ofrecerle ayuda al niño, para preguntarle por qué lloraba.
Mientras lo buscaba por un camellón, me encontré con una familia que pedía dinero, con un hombre lisiado que pedía algo de comer. Algunos ciclistas habían una pausa para descansar las piernas en una banca cercana.
Me sorprendían los contrastes: centros comerciales por doquier, algunos abarrotados a pesar de que estamos en una pandemia. Afuera, los marginados. Afuera, un niño que llora afligido mientras vende paletas y yo sin encontrarlo.
Avanzamos de ese punto a otro, con la esperanza de hallarlo. Tenía un nudo en la garganta. Sentía como si se me hubiera perdido un hijo. No negaré que alguna lágrima de tristeza se me escapó.
Cuando volvimos al auto, me quedé un par de minutos en silencio, reprochándome internamente por no haber sido más solícito.

***
Ya había tomado el camino hacia la casa cuando giré en un recodo y vi al niño en otro crucero.
Prendí las luces intermitentes; le pedí a mi esposa que manejara. Me bajé del auto y Ana me siguió por consejo de mi esposa: “ve con él, qué tal si lo asusta”, le dijo a mi hija.
El niño seguía llorando y ya se había sentado en otro camellón, afligido. Cuando me aproximaba, él no sabía que lo observaba.
“¿Qué te pasa, por qué lloras?”, le pregunté.
“No, nada, estoy bien”, dijo nervioso y se levantó para alejarse de mí.
“Hey, espera, te compro tus paletas, ¿cómo te puedo ayudar?”, le grité mientras se alejaba.
Me acorde de las palabras de mi esposa. Lo asusté. No debe ser fácil para un niño que un hombre barbón de casi 40 lo aborde en la calle tan directamente, con todo a lo que están expuestos niños de la calle en este país.
Ana, que venía unos pasos atrás de mí, me alcanzó y corrió hacia donde estaba el niño, que ya se había cruzado la calle para sentarse junto a un poste de luz. Yo me había quedado como estatua en el camellón.
Mi hija comenzó a hablar con el niño. Él no se alejó de ella. Luego Ana volvió y fue por el hot dog y el refresco que teníamos en el coche, en donde aguardaba mi esposa. La intercepté:
“¿Qué te dijo?, ¿por qué llora?”, le pregunté.
“Dice que perdió el dinero de la renta de su mamá. Eran como dos mil pesos”, me dijo Ana.
“¿Cómo se llama y qué edad tienee?”.
“Gerardo. Tiene 13 años”, añadió mi hija.
Ana le llevó la comida y siguió platicando con él. Aprovechando la confianza que ella había creado me acerqué, saqué un billete y se lo di. Lo aceptó y luego se volvió a alejar sin dejar de llorar.

***
Ana y yo volvimos al auto que seguía detenido. Gerardo pasó a un costado nuestro después de cambiarse de crucero, ahora cargaba su bolsa de dulces y su comida. Iba de un crucero a otro. Observamos que algunos conductores le daban algún dinero.
Mi esposa se bajó del auto y le dio su número a Gerardo, le dijo que se lo diera a su mamá, quien trabaja aseando moteles. Le dijo que podría ayudarla a ganarse un dinero en el negocio que ella maneja, le pidió que se cuidara, que no se fuera tarde a su casa, que no se expusiera a riesgos.
Buscamos alguna patrulla por el lugar con la intención de que pudieran ayudar a Gerardo, pero nunca pasó alguna. Llamé a la línea de ayuda del DIF. Nadie contestó el teléfono. Maldije a los funcionarios públicos, a los alcaldes, al gobernador, al presidente.
Luego vi lo estéril de esta postura: maldecir a los políticos tampoco cambia nada.
Me quedé pensando en cómo muchos políticos hacen proselitismo con el discurso de “los pobres” y luego, cuando llegan al poder, no los alcanzan, no alcanzan sus necesidades. Pensé en cómo estaban tan lejos de Gerardo y su circunstancia.
También pensé en que es necesaria otra política: una que no busque tomarse la foto con los marginados, una que deje de llenarse la boca de discursos y atienda las necesidades de la gente, preferiblemente sin hacer ruido, de forma discreta, con el único afán de hacer un bien.
Pensé en iniciativas como la de la fundación Pro Niños de la Calle de la Ciudad de México en donde expertos en atención a niños vulnerables salen a buscarlos para evitar que caigan en las adicciones, los abusos sexuales, sean víctimas de accidentes o del crimen organizado.

***
Cuando veníamos hacia la casa, mi esposa y yo hablamos de Gerardo. Vimos cuán difícil es su situación y reconocí mi límite. Con todas mis buenas intenciones no pude crear la confianza para ayudarlo. Mi hija y mi esposa hicieron la diferencia.
Necesitamos más gente que haga la diferencia, que vea las necesidades de los demás, algo que muchos políticos ya no ven.
Muchos niños como Gerardo necesitan un respaldo para poder pagar la renta, para comer mientras deambulan en las calles de nuestras ciudades.
Los pobres no son un discurso. Lloran en nuestras calles, afligidos, como Gerardo.
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Artñiculo de Víctor Vorrath en LA REVISTA HUMANUM
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