¿Por qué “la muerte no nos sienta bien”? Pues la respuesta a semejante pregunta viene bastante sencillita. Porque estamos hechos para la “vida”. Lo que genera otra pregunta más profunda y mucho más difícil de responder: ¿Qué es la “vida”? Aquí vida no puede ser sólo la vida biológica, pues la vida biológica como tal es finita y es ella la que se acaba. Lo que intento explicar, es que estamos destinados, con nuestra finitud y todo, a una “vida” después de esta vida.
Para comenzar a aclarar un poco esta temática, veamos como en el Griego del Nuevo Testamento se usan tres términos distintos para vida, tres términos que ya existían antes y que se reinterpretan a la luz de los hechos cristológicos.
La “vida natural”, la vida de todos los seres vivos que consiste en nacer, desarrollarse y morir: “bíos”, de donde viene nuestra actual “biología, biológico”;“psyjé” que se refiere a la vida del “alma” (pues eso significa psyjé); y es entendida “como lo que anima”, lo que es causa del movimiento, en definitiva lo que da “vida” pero desde el plano inmaterial, por eso también está vinculada a todo lo que tiene que ver con los “movimientos” del alma: el conocer, recordar, reflexionar, querer, desear, etc. Lo inmóvil es entendido desde la época de los griegos como lo inerte, lo que no posee “psyjé”. Y por último “zoé”, como la “vida en Dios”.
Así pues leemos en Lucas 8, 14: “…los afanes y las riquezas y los placeres de la vida (bíos)”. En Mateo 16, 25: “Porque el que quiera salvar la vida de su alma (psyjé), la perderá”. Y por fin, en Juan 1, 4: “En Él estaba la vida (zoé), y la vida (zoé) era la luz de los hombres”. Esta última palabra griega aquí se refiere a la vida increada, eterna, la vida divina poseída exclusivamente por Dios.
Esta riqueza semántica de los tres términos griegos se ha perdido en las lenguas contemporáneas. En castellano sólo tenemos la palabra “vida”, y ella refiere en el habla coloquial a la vida biológico-material, y de modo derivado, a la vida social y política, en el sentido de “actividad” que puede realizar el ser vivo que es el hombre. El hombre contemporáneo parece haber dejado de creer en una Vida (zoé) después de esta vida (bíos). Este rico concepto se ha reducido a lo experiencial y observable. De hecho, de ahí, creo yo, viene en parte nuestra aversión a la muerte. Pues de ella solo tenemos conocimiento a través del otro que muere. Como decía el famoso Epicuro “La muerte es una quimera, pues cuando yo estoy, ella no está; y cuando ella está, yo no” (Carta a Meneceo, 125). Esto es, no podemos hacer una vivencia de la muerte en primera persona.
Distinto es lo que experimentamos cuando otro deja de existir, cuando sus signos vitales desaparecen. Y aparecen otros signos: rigidez, enfriamiento corporal, palidez amarillenta, ausencia casi total de movimiento en miembros y órganos, rictus en el rostro, pupilas dilatadas, despedida de distintos tipos de fluidos; y si pasa más de dos días sin sepultura, putrefacción de los órganos con su correspondiente olor hediondo y punzante, aparición de saprófitos (especies de gusanos tipo parásitos que fagocitan la carne inerte), etc. Quien ha vivido la muerte de alguna persona cercana comprende lo que acabo de describir y puede suscribirlo. Y es eso lo que nos produce terror: pasar por lo mismo que ha pasado antes el otro. El proceso de descomposición que gatilla lo que llamamos “muerte” que se nos muestra en el otro que fallece, nos hace pensar que seremos anulados, a-niquilados, es decir, “puestos en la nada” al menos a partir de nuestro punto de vista como observadores.
No obstante, los mismos signos de muerte física del otro, aunque nos asusten hasta el terror, no han aniquilado en gran parte de la sociedad la esperanza en otra vida (zoé). Hay un gran grupo de personas que lleva, a modo de Deseo, una necesidad de una vida «indestructible» (zoé). ¿Pero cómo demostramos esto? En el hecho de la sepultura del prójimo. Quien cree (quien tiene esperanza en una zoé) sepulta a sus muertos. La sepultura es en este sentido un signo “sagrado” o “religioso”. Es interesante saber, en este sentido, que hoy tenemos el dato de la ciencia antropológica que nos dice que la especie homo, en concreto la sub-especie neanderthalensis (cuyos rastros se remontan 230.000 años atrás), ya enterraban a sus muertos “intencionalmente” y, por tanto, con motivos simbólicos. Aquí un artículo del año 2013 que lo corrobora.
Ahora bien, no perdamos de vista que la tumba es siempre la tumba del otro, del prójimo. ¿Y por qué le he construido una tumba? ¿Por qué he hecho un rito de su muerte? ¿Solo por el pavor a la descomposición física antes descripta? Ciertamente no. Más bien, porque en el encuentro con el rostro del otro me encuentro con un mandato ético: “¡No me mates! ¡No me dejes solo en el momento de mi muerte!” (Levinas). Y este «¡No me mates!» es también un decir «no eres dueño de mi vida, mi vida pertenece a Otro». Este decir genera en mí el «respeto absoluto por su vida«. Y es este respeto por su vida lo que me lleva a darle sepultura, símbolo de que el que allí yace tiene una dignidad sagrada. Por tanto, sepulto a mi prójimo porque su rostro me ha inspirado respeto, dignidad y, por ende, esperanza en que su aniquilación física no acabará totalmente con él (ni conmigo).
Ese rechazo a la muerte del otro que surge del otro mismo e inunda todo nuestro obrar, guía nuestra acción y orienta nuestra existencia. La esperanza es, en este sentido, religión, es decir, re-ligación. Estoy ligado a otro que me impide que le de muerte, es decir, que me exige que lo trate con un respeto absoluto. Esta im-posición, me posiciona en la existencia como alguien que está llamado a respetar la vida de su prójimo sobre todas las cosas. Y esto es lo sagrado del otro, que no puedo dejar a la intemperie y que me invita a sepultarlo, como signo de que no lo abandono ni cuando deja de existir, y de que tengo esperanza en que lo absoluto que se me ha revelado en su rostro no morirá jamás.
Por eso un ateo de verdad fue Creonte que no dejaba que Antígona diera sepultura a uno de sus hermanos, Polinices. Lo mismo se puede decir de los Nazis, ateos absolutos, ya que no construyeron tumbas para quienes asesinaron, se limitaron a enterrarlos en fosas comunes, y por tanto, anónimas para que no hedieran.

Le tememos a la muerte, en resumen, porque no podemos deshacernos de esa esperanza que el otro ha puesto en mí, “a mi pesar”, y que me constituye, es decir, me hace ser quien soy: ¿y quién soy? “Soy el guardián de mi hermano”. Y en esto puede que esté la clave de nuestro existir: en ocuparme de la vida y la muerte del otro, no por solidaridad con el otro, sino por lo Absoluto que se revela en él.